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Alberto García-Alix. Autoretrat

  • Museos e instituciones, Arte y diseño
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Time Out dice

La obra de Alberto García-Alix me produce sentimientos contradictorios. Por un lado, me atrae la poética sucia, casi maldita, de un personaje baudeleriano transportado del París de Napoleón III al Madrid de la Movida. Por el otro, me repele cierta artificiosidad autista, autocomplaciente en un néant apretado de clichés. No sé, como si fuera ante el Sabina de la fotografía, un bohemio tramposo que vive de su imagen mientras me recita literalmente, una tarde lluviosa de domingo en un bar que imita la estética de los 70, las confesiones más deslucidas de Hank Chinaski.

Ambas cosas son Alberto. Veinte años para crecer. Veinte para desarrollar su obra. Y veinte más para ser premiado, condecorado y paseado en retrospectivas en todo el globo. Y ahora le toca a La Virreina. Cerca de ochenta autorretratos en el sentido más generoso de la palabra, y dos vídeos de tristeza histriónica.

Veremos un García-Alix que va envejeciendo pero que no abandona su afición por las motos, que mantiene un rostro terriblemente fotogénico y un cuerpo musculado que nos hace dudar de su iniciación con sustancias opiáceas. De esto, a principios de 1980, lo llamábamos dirty realism. Un abismo de vértigos la supervivencia del cual conduce, estéticamente, al desprestigio. Y el caso es que, a pesar de accidentes y enfermedades, García-Alix ha sobrevivido.

Hay en este afán cronológico para retratar un rostro y unos paisajes íntimos relacionados con la identidad, cierto espíritu adolescente. De un adolescente que, más allá de su edad, se pasa el día mirándose al espejo y tocándose la entrepierna. Hecho y jodido, sólo que conservamos unas cuantas fotos, nosotros mismos formamos parte de este club de Dorian Gray chalados. No es una queja exclusiva del trabajo de García-Alix. Pero, claro, uno va a ver exposiciones también para soñar. Soñar con glamour, con exotismo, incluso soñar que hay países y culturas que lo pasan mucho peor... Y la acumulación de camas vacías en pensiones infames, rincones de extrarradio donde abundan los talleres de reparaciones, fragmentos del cuerpo como tatuajes, heridas de vete a saber qué y un sexo digno de estrella porno conjuran el peligro que nuestra alma acabe oliendo a coliflor hervida en un rellano.

El caso García-Alix, y esta exposición es un buen ejemplo: nos plantea la cuestión del arte contemporáneo en relación con la aceleración histórica. Todavía no hemos terminado un corpus estético y ya estamos obsoletos. Os imagináis Alberto comenzando su carrera en la era de Flickr y el iPhone?

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