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Las mentiras de Jordi Puntí

La loba capitolina del Born, animales misteriosos y un directo de Van Morrison. Sean verdad o no, las historias de Jordi Puntí nos seducen

Escrito por
Time Out Barcelona Editors
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Todo el mundo sabe que los armadillos son una aberración: un mamífero que quiere pasar por reptil vestido con coraza de escamas y un vello ridículo como el bigote de un prepúber. Un amigo de Jordi Puntí encontró a uno embalsamado en una tienda de santería, en Bolivia, y pensó: "Esto, para Jordi". "Me dijo que si le rozaba el caparazón con alcohol le crecería el pelo -recuerda Puntí-. No sé como consiguió colarlo de estranjis en el avión, porque está prohibido traer bestias muertas en un vuelo". Quizás falló la taxidermia, quizás la magia negra, pero dos meses después de su llegada a Barcelona el bicho se empezó a descomponer. Y cuando el tufo resultó insoportable, Jordi Puntí tomó una decisión: quería a su amigo, pero había que deshacerse de la jodida momia.

Sucede lo mismo con todos los grandes narradores: cuenten lo que cuenten, los escuchas. Ya puede ser la corta crónica de un pellejo disecado y su camino entre los rituales mágicos de Sudamérica y el contenedor de basura orgánica, o la batallita del día en qué entró a hacer un whisky en el Club de Tenis Pompeya para escuchar a Van Morrison, que tocaba allí mismo, en el Poble Espanyol. O cualquiera de las experiencias de Manlleu que tan bien nos vendió en Els castellans. "Una de las cosas que más recuerdo es la fábrica del tripero, un individuo que vendía tripas a los charcuteros para hacer morcillas -añade -. El olor a sangre se intuía a 20 metros de su barraca, y los chavales nos inventábamos de todo cada vez que nos acercábamos con la nariz tapada". 
Hace casi tres años que Puntí publicó su primera novela, Maletas perdidas, aquella historia que empezaba con un bebé amamantado por una bacaladera a las puertas del mercado del Born. "El argumento nació el día en que Steffi, mi mujer, vino a vivir a Barcelona -recuerda -. Nos hicieron el traslado cuatro  turcos que se quejaron mucho cuando vieron que vivíamos en un cuarto sin ascensor". Una vez acabada la acción de carga y descarga, Puntí se llevó la comparsa transportista a comer un bocadillo. Estuvieron un buen rato intercambiando impresiones. "Después de la comida me pidieron que les indicara en un mapa como llegar hasta el Camp Nou -suelta -. Y nos despedimos". Entonces le pasó por la cabeza la idea de escribir un libro sobre camioneros. ¿Sería capaz?

Enseguida tiró millas. En parte, porque creía que la novela catalana se estaba quedando estancada en un sedentarismo un poco seco. "Hay mucha cosa ambientada en Barcelona, o en provincias, pero hacía mucho que nadie se atrevía a salir fuera -exclama -. Y no entiendo como puede ser, si nuestra literatura empieza con los viajes del Tirant lo Blanc". En parte, también, porque esto de envolverse en un viaje le permitía meter en el caldo tanto tocino como le apeteciera: la monja de la pata de palo de la Casa de la Caridad, los adolescentes que intercambiaban relatos eróticos para satisfacer los brotes testosterónicos, o aquel aspirante a torero que acababa uniéndose a una pandilla de castellers.

Pero volvamos a la maldita criatura que vino de Bolivia rellenada de paja y a medio pudrir. La anécdota data de finales de los 90, cuando Jordi Puntí publicó su primer libro de relatos, Piel de armadillo. "Siempre me han gustado los armadillos -confiesa -. Son animales tan mitológicos, vestigiales, distantes y peliculeros...". En realidad, el título venía de un tema de los Icicle Works, unos rockeros que se alinearon con la neopsicodelia de Liverpool y en el 82 se hicieron moderadamente conocidos por el sencillo Nirvana. En aquella época Puntí tuvo la potra de conocer a Quim Monzó. Más o menos con esta alineación de astros se produjo el debut.
De su último viaje a Brasil, Jordi Puntí ha traído una ilustración muy estridente. En la parte de abajo dice: O contador de mentiras. "Allí hay gente que se dedica a ir de mercado en mercado explicando historias", me instruye. Es el que sale en el dibujo: un narrador que habla a los espontáneos igual que un profeta predicando la doctrina. "En el fondo, los escritores somos grandes mentirosos que explicamos nuestras invenciones como si fueran de verdad -sigue -. Robinson Crusoe no habría tenido nunca tanta fama, si no fuera porque Defoe fingió haber conocido un náufrago". Hoy me ha explicado un montón de cosas, pero ya no sé si todas son de verdad. Bien podría ser que este Puntí las gastara igual que algunos mamíferos tramposos, que nos quieren hacer creer que son reptiles.


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