Una vez llevados al escenario no se percibe ninguna relación natural entre actor y la rítmica a la francesa. La vulgarización acecha para herir la credibilidad de los augustos personajes de la tradición griega. Historia trágica de un incesto deseado y culposo que debería brillar con el aura acumulado de Eurípides, Séneca, Virgilio, Ovidio y Corneille, hasta eclosionar en Racine.
Y todo lo que tenemos en la playa rocosa del Romea es un artificio escénico que parece una reivindicación del teatro como ciencia arqueológica. Sólo Mercè Sampietro parece zafarse –por haber entendido las instrucciones del director o por instinto de supervivencia– del triste hado escénico que comparten sus eximios compañeros (Emma Vilarasau, Lluís Soler, Xavier Ripoll, Queralt Cassasayas, Jordi Banacolocha). En su Enona –sibilina confidente–se concentra la poca verdad que guarda y trasmite esta 'Fedra' de gestos y voces impostadas, de metáforas visuales superadas, salidos de un baúl de los recuerdos.