La escenografía desconcierta y lo hará hasta el final. El paisaje que invade la Sala Atrium es el de una explosión en una lavandería. También produce cierta perplejidad el texto de Anna Maria Ricart. Pero la sensación es pasajera y olvidada cuando el espectador queda definitivamente atrapado en la telaraña de Flors carnívores. Las palabras –desligadas de un tiempo concreto– ejercen de envolvente letanía de un mantra turbador. Los personajes –tres mujeres de edad indefinida, ligadas por lazos oscuros– las usan como un oráculo, como si invocaran una pesadilla que nadie sabría situar del todo en el futuro. Unas nuevas brujas de Macbeth dedicadas a extraños juegos sin límites. Inocentes como niñas en su habitación de juegos; perversas como adolescentes en busca de nuevas sensaciones; brutales como psicópatas en prácticas sin nociones de moral.
Una historia compleja que el director Marc Chornet ha sabido modular para crear una atmósfera que supura invisible terror como el vaho en una habitación cargada de emociones extremas. Si se hace abstracción del caos de ropas, retales y telas, y de un prólogo semi-coreografiado, queda un montaje lleno de desasosiego e intriga, que confía de pleno en las aptitudes interpretativas de sus tres jóvenes actrices. Un meritorio trabajo si se considera que sus personajes están muy alejados de la heterodoxia. Intensidad sin excesos.