'Timón de Atenas' es un texto abierto, un experimento sin cadáveres (físicos) en el escenario. Metafísicos, todos. La acción se retira para dejar paso a la estricta reflexión. La conclusión es poco optimista para la humanidad. Algo hay de lúcida decepción en la etapa final de Shakespeare, confirmada luego con su última obra: 'La tempestad'. Una pieza filosófica –estructurada en duros discursos morales–que permite fantasear con una conversación entre Timón y E. G. Lessing, un debate entre un misántropo empírico y un filántropo convencido que dejó como testamento literario 'La educación del género humano'.
La estructura abierta de la comedia triste permite adaptar el texto al contexto que el director crea más oportuno. David Selvas y Sergi Pompermayer han elegido un marco contemporáneo para explicar la caída en la amargura de la traición de un hombre en principio bendecido por los dioses y los hombres. Puesta en escena reducida a los personajes esenciales para explicar ese viaje de la apariencia hedonista al ascetismo como forma de protesta radical ante el mundo. Libre de necesidades para ser libre para pensar y decir todo aquello que el compromiso ante el próximo impide expresar. Austeridad que se manifiesta también en lo formal, con soluciones escénicas interesantes, como el uso del flash-back.
'Timón de Atenas' es también un vehículo perfecto para que Julio Manrique muestre todo su arsenal interpretativo. Un tour de force físico, mental y emocional que aprovecha a fondo para demostrar por qué es uno de los actores de referencia del teatro catalán. Presente casi todo el tiempo en el escenario, seduce al público con su convicción por conducir el personaje por todos los estadios de su transformación interior. En cada una de sus etapas y parlamentos es de una honestidad conquistadora.