Paddington

Algunos trenes sólo pasan una vez en la vida. Michael Bond publicó 'Un oso llamado Paddington' en 1958, pero hasta ahora no se había decidido a autorizar su salto a la gran pantalla. Y, es de cajón, ha llegado tarde. Esta película habría tenido sentido a principios de los 60, como uno de esos productos familiares que hacían historia, coetáneo a los '101 dálmatas' de Disney, anterior a memorables momentos de la televisión de los 80, embrión de personajes como Alf, aquel extraterrestre de pelo naranja y boca de jabalí que aterrizaba en el garaje de la familia Tanner, o de la niña androide de 'Un robot en casa'. Ahora, en cambio, Paddington sabe a antiguo.

Cabe decir que en 1975 se hizo una versión catódica de 56 episodios, dirigida por Ivor Wood, con la inconfundible voz de Michael Hordern, actor de Shakespeare, Próspero en 'La tempestad', haciendo de narrador –estos ingleses son la pera!–. Que, por lo tanto, los libros de Bond ya tuvieron su oportunidad, elaborada con cuidado británico, en un tiempo en el que Seth MacFarlane aún no había engordado nuestras expectativas. Ahora, cuando vemos un osito de peluche, esperamos que sea fan de Flash Gordon y fume maría. Pero Paddington es más de tirarse la tarde en la bañera tomando tazas de té. Una golosina entrañable con las cuotas de sorpresa bajo cero.

La mala es Nicole Kidman, una taxidermista que quiere embalsamar al pobre Paddington y convertirlo en una de las momias animales del Museo de Historia Natural, réplica exacta de Glenn Close cuando hizo de Cruella de Vil en 1996, en otra historia de pieles. Y las escenas de acción y persecución, por su parte, están entre los policías de Pippi Calzaslargas y los ladrones de 'Solo en casa'. Pero no nos engañemos: Paddington no es consciente de todo esto. No hay voluntad paródica, ni recámara de ningún tipo. Da la impresión de que Paul King se cree de verdad que es el primer hombre que pisa el polo. Pero la sopa de ajo se inventó hace tiempo. Y Michael Bond ha tardado demasiado en salir de su madriguera.