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Woody Allen es único, inigualable, incluso en sus momentos más bajos, incluso cuando estrena una de esas tomaduras de pelo que se cree legitimado a hacer periódicamente porque un día, cada vez más lejano, fue el oscarizado director de ‘Annie Hall’. El Allen en horas bajas tiene una cara dura descomunal, y eso nos fastidia cuando pagamos la entrada de cine, pero a la vez nos da un cierto confort familiar. Es como el amigo conocido e impresentable que por más que nos enfade siempre volvemos a sentar a nuestra mesa. Lo que no tiene ningún sentido es que a su redundante declive le salgan imitadores. Con uno ya basta, y sobra.
John Turturro reduce el universo Allen a un dado de espinacas congeladas. Hay rabinos de línea clara, un rastro de los valores vitales de Mira Sorvino haciendo de prostituta en ‘Poderosa Afrodita’, el rancio discurso sobre el amor libre de ‘Si funciona...’ e incluso Vanessa Paradis tiene una retirada a la Samantha Morton de ‘Acordes y desacuerdos’. También Woody Allen tiene un papel, calco del maestro que sermoneaba al pobre Jason Biggs por Central Park en ‘Todo lo demás’, o quizás del asesor de Scarlett Johansson en ‘Scoop’. Bien visto, ambos eran bastante intercambiables.
Pero la falta de originalidad no hace el desastre. El resultado es pastoso como si lo hubieran querido espesar con harina y todas las intenciones de comedia desmadrada desfallecen por culpa de un guión cursi y rígido. Un Allen malo, pero aún peor, sin sentido del ritmo, ni gancho. Y el gigoló que promete el título, interpretado por un Turturro papanatas y pasmarote, se acaba pareciendo tanto a las vulgaridades de Rob Schneider en las películas de Mike Mitchell que destempla. Suerte que es cortita.