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Lo mejor que se puede decir de 'The Babadook' es que da miedo. Mucho miedo. Y no porque sea un equivalente en imágenes al tren de la bruja, ni porque reinvente el género de vísceras, ni porque juegue al escondite condenando nuestra imaginación al fuera de campo. Jennifer Kent se sabe de memoria el libro de estilo del cine de terror, y aún así, la película, que puede recordar a 'Pesadilla en Elm Street' o 'Candyman' o 'Terror en Amityville', nunca resulta derivativa como animada por una fuerza interior totalmente nueva, que es, sin duda, lo que la convierte en una experiencia de horror tan pura.
Lo primero que llama la atención son los personajes, que no pueden resultar más ambiguos, una enfermera que perdió a su marido el día en que se convirtió en madre y un niño que pondría nervioso al mismo Damien. Kent se acerca a ellos para que el espectador no tenga donde agarrarse: nunca sabes por quién sentir empatía, si por la madre condenada a una soledad aterradora, atrapada por el luto y atormentada por un niño que todo el mundo rechaza, o si por el hijo, tal vez víctima de una maternidad disfuncional, hiperprotectora e histérica.
Esta ambigüedad se traslada a la naturaleza de este Hombre del Saco que, desde un libro infantil que parece dibujado por el Goya más siniestro, se apropia de cada rincón del hogar gris, tétrico, de esta familia monoparental. No sabes si el Babadook del título es la proyección de los deseos reprimidos y la pulsión de muerte de una mujer traumatizada –en la mejor tradición freudiana, una enfermiza explosión de sexualidad femenina, filtrada por la precisa y agresiva puesta en escena de una discípula del mejor Polanski– o es un fantasma 'comme il faut', una sombra surgida de los infiernos de las fábulas atávicas.