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El universo distópico 'cyberpunk' era el de la sociedad de la información, el del hombre-máquina conectado en red con una realidad virtual que nos convierte en flujos digitales y que pone en duda nuestra identidad. Cuando 'Ghost in the shell' se estrenó, en 1995, internet comenzaba a penetrar en nuestro mundo sin que intuyéramos la revolución que se nos venía encima. La belleza, a veces impenetrable, del anime de Mamoru Oshii adquiría condición de manifiesto visionario.
Ahora que todos somos, metafóricamente, seres posthumanos, hacer un 'remake' parece casi anacrónico, sobre todo porque Rupert Sanders ha simplificado de tal manera los laberintos borgianos del clásico japonés, su opaca hipertextualidad, que, al final, se parece más a una versión futurista de Frankenstein que a una actualización del discurso libertario del 'cyberpunk'.
Queda un diseño de producción lujoso, una actriz (Scarlett Johansson) que parece haber transformado su carrera en una tesis sobre las relaciones entre 'star system' y cuerpo digital, y una cierta melancolía que impregna la primera parte de la película. El resto huele a plato recalentado en las catacumbas neuronales de una gran corporación que no sabe hacer poesía.