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Vista desde la perspectiva del director inglés Armando Iannucci, la muerte de Stalin desencadena situaciones a la vez dramáticas y cómicas: por un lado, la lucha por el poder; por el otro, lo que hay detrás, las flaquezas de una serie de personajes que finalmente dejan ver su lado más humano y, por tanto, también conmovedor. La buena noticia es que la película utiliza esta ambivalencia para desmontar los tópicos del cine histórico. Todo se nos muestra de una manera distendida, absolutamente alejada de la rigidez habitual en este tipo de relatos, sobre todo si son de producción británica, como es el caso. La mala noticia –¡ay!– es que el procedimiento se convierte poco a poco en una fórmula, y las escenas se suceden una tras otra mecánicamente, hasta el punto de que la película se va transformando en un artefacto previsible y repetitivo.
Aún así, Iannucci se va perfilando como un cineasta que merece atención. Como ya ocurría en su film anterior, 'In the loop', aquí vuelve a abordar la historia contemporánea intentando ver, por ejemplo, de qué manera una conversación a primera vista banal entre diferentes personajes puede convertirse en decisiva. Y en esto, su estilo de rodar y montar tiene algo que ver con el de Robert Altman, sobre todo en cuanto a la concepción coreográfica de las escenas colectivas. Es así como 'La muerte de Stalin', en el fondo, no pretende introducirnos en el contexto histórico que quiere ilustrar, sino más bien observar cómo reaccionamos los seres humanos ante una situación límite. O hablar de la condición humana más allá de la historia.