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La vida de Adèle

  • Cine
  • 5 de 5 estrellas
  • Crítica de Time Out
La Vie d'Adèle
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Time Out dice

5 de 5 estrellas

Se han hecho correr tantos rumores sobre Abdellatif Kechiche que a estas alturas todo el mundo lo pinta como un Nerón en pleno ataque de cólera quemando Roma. Abusos, actrices traumatizadas, tratos esclavistas y no sé cuántas perlas más dignas de Lars von Trier. Se ve, incluso, que Léa Seydoux estuvo a punto de saltar por la borda y plantarlos todos. Pero, viendo la película, lo único que me puedo creer de todo el mito 'making of' que se ha ido creando en los últimos días es aquella historia del asador francés donde Kechiche encontró Adèle Exarchopoulos, una total desconocida, devorando a cucharadas industriales un tajo de pastel de limón. Allí se decidió que esa boca suya, medio leporina, carnosa, que se movía a ambos lados indomable, inconsciente y torpe cada vez que masticaba, merecía un papel protagonista.

En el mismo orden de cosas, en 1983, Maurice Pialat se dejó fascinar por la manera como una jovencísima Sandrine Bonnaire, aún inexperta, se rascaba el cogote. Inspirado por este gesto, rodó 'À nos amours'. Hoy día no vamos sobrados de perspicacias tan elevadas. Por eso me admira la revelación de Kechiche ante los labios de Exarchopoulos. Algo parecido debió de pasarle con la mirada acuática de Seydoux, ninfa única y delicada, casi de porcelana, con la piel tan lechosa y transparente que casi se puede ver como le baja el vino tinto garganta abajo, que aparece en medio de la vorágine de Lille como si fuera la Dama del Lago saliendo de entre las aguas para hacer entrega de la espada de acero al Rey Arturo. Para más inri, lleva el pelo teñido de un azul eléctrico que deslumbra.

Puede que el rodaje fuera una hecatombe más sanguinaria que las invasiones tártaras, pero el filme no produce tal efecto. 'La vida de Adèle' es una historia de amor entre dos chicas, un juego de carreras y pilla-pilla digno del gran Rivette, una especie de 'Céline et Julie vont en bateau' con carga dramática, con llantos y sollozos, sí, pero también con la ciencia ilusa de quien aprende de las pequeñas inclemencias de este mundo, de quien quiere amar y darlo todo. Y puede que Kechiche sea un déspota. No estuve ahí, y no lo sabré nunca. Pero alguien consciente de toda la verdad que se esconde en unos labios sucios de salsa boloñesa, en una piel fina como el algodón, o en el contacto entre dos sexos que se encuentran por primera vez es alguien con una confianza ciega en la humanidad. Esto es indiscutible.

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