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Ai Weiwei tiene algo importante que decirnos: los refugiados son cosa de todos. Por si alguien no sabía que las pateras siguen hundiéndose a pie de la Europa del bienestar, el artista disidente chino y los 25 equipos de cámaras que ha repartido por el planeta Tierra nos demuestran que la crisis es una cuestión global y, sobre todo, épica.
900 horas de metraje grabado, 600 entrevistas y 23 países visitados: parece que la magnitud numérica de la hazaña sirva más para definir la megalomanía de su artífice que para tomar el pulso de la gravedad de una situación que desborda previsiones y titulares. Weiwei nunca sabe encontrar el equilibrio entre sus estéticos planos cenitales, los testimonios de los expertos en la materia (que no añaden nada que no podamos encontrar en la Wikipedia) y los de las víctimas, a las que ni se molesta en acreditar. En el epicentro de las imágenes, o en un fuera de campo enlucido de obviedades, siempre está el artista, no el hombre, atrincherado tras un smartphone que registra la dura realidad como un turista haciéndose una selfie en la Sagrada Familia.