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Nadie duda que el niño prodigio del cine mundial, el canadiense Xavier Dolan, tenga sus ramalazos de genio. Cada una de sus películas se encuentra atravesada por algún instante mágico que nos hace olvidar el vacío hierático que articulan sus propuestas. En 'Solo el fin del mundo' ni siquiera encontramos estos arrebatos de inspiración. El director vuelve a optar por una narración de origen teatral, pero en esta ocasión utiliza un dispositivo escénico irritante, situando la cámara cerca del rostro de unos actores que recitan sus discursos pomposos de una manera tan grotesca como exhibicionista. El resultado es una película afectada, ridícula e histriónica, que habla de las relaciones familiares a través del psicodrama sin ningún tipo de sutileza, intentando dar al espectador gato por liebre: es decir intentando hacer pasar por trascendentes planos que son una auténtica tortura.