Una vida a lo grande

El primer precedente sería la tierra insular de Lilliput que Jonathan Swift se inventó en 'Los viajes de Gulliver'. Después vendría 'El increíble hombre menguante', una cinta terrorífica sobre un hombre que se iba haciendo cada vez más pequeño, y que al final, cuando ya había alcanzado dimensiones microbianas, tenía un delirio metafísico y decía que se estaba preparando para fusionarse con el universo. Este parecería el preámbulo perfecto para la última película de Alexander Payne, donde la misma fantasía se mezcla con un mensaje de concienciación ecologista.

Un científico que descubre un método para encoger la materia orgánica. A partir de aquí, diseña un programa para reducir la altura de la especie humana a tan sólo medio palmo, con el objetivo de que disminuyan los residuos, que se ahorre en recursos, que se mitiguen los estragos medioambientales. Las primeras comunidades de hombres pequeños se establecen en todo el planeta, e intentan captar adeptos vendiéndose como un paraíso vacacional, la nueva tierra de las oportunidades, donde el sueño americano se encuentra con un anuncio de Marina d'Or. Entre la utopía y el terror distópico, 'Una vida a lo grande' no tarda en enseñar su lado perverso.

El ritual de reducción puede ser traumático. Al individuo que se somete se le afeita todo el cuerpo, se le arrancan los dientes, se le extraen prótesis. Recuperado de la anestesia, despierta en una nueva vida menos idílica de lo que pensaba. Pronto, estas ciudades edénicas producen su sistema de desclasados, confinados a los márgenes, en bloques de pisos insalubres donde hay hambre y epidemias. Como en la 'Metrópolis' de Fritz Lang, el futuro no es ninguna garantía de felicidad.