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Mi relación con la comida

  • Teatro
  • 3 de 5 estrellas
  • Crítica de Time Out
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Time Out dice

3 de 5 estrellas

Autora: Angélica Liddell. Dirección e interpretación: Esperanza Pedreño

Pongamos que eres un outsider de la vanguardia cultural, un artista inclasificable, una femme terrible, uno de esos creadores que los franceses adoran. De pronto, cuando empiezas a despuntar y a salir del 'underground', un señor con corbata, de los que dirigen el cotarro, se te acerca y te invita a comer en un restaurante caro, para hablar seguramente de cómo atraerte hacia su cortijo con no sé qué pretensión filantrópica que ni él mismo se cree. Entonces tú te niegas. Y le explicas por qué. ¿Tengo que comer con usted en ese lugar? ¿Es realmente necesario? ¿Es bueno para mi obra?

Esas son las preguntas con las que empieza el monólogo con el que Angélica Liddell ganó el Premio SGAE de textos teatrales en 2004. Un texto que apuesta por la radicalidad y la provocación como signos de integridad, porque la coherencia es radical o no es. Si has pasado hambre, si has vivido entre cucarachas, si has sido ninguneada y aún así no has abandonado el compromiso con tu obra, ¿por qué no decirle a ese tipo que dirige el cotarro que, sencillamente, te da asco, él y todo lo que representa y todo lo que se maneja en las mesas del restaurante al que te quiere invitar a comer?

Angélica ha dicho basta. Le ha dicho basta a España. Pero nos quedan sus textos para que cualquier otro actor o actriz los lance a la cara del espectador como actos de resistencia, de insubordinación. Eso es lo que aquí hace Esperanza Pedreño, que ha hecho suyo 'Mi relación con la comida' hasta encontrarle una interpretación nueva, más cercana al bufón que se escabulle con la inteligencia que destilan sus exabruptos que a la fiera Liddell. Sé que las comparaciones son odiosas, pero es inevitable. Eso sí, pronto te olvidas de imaginar cómo lo haría Angélica. Esperanza lo hace realmente bien, se adueña del espacio y de la atención del espectador lanzando bombas de racimo por su boca al tiempo que llena el suelo del escenario de palabras: individuo, privilegios, hambre, violencia, tragedia, instinto de conservación, “putiranía” económica, revolución, bruta, medicina elemental, comida, poesía trágica…

Pedreño sale muy airosa del envite. El monólogo se acompaña de una propuesta estética concreta y un juego sorprendente con el atuendo que lleva la actriz, un vestido de mil dobleces distintas, como si no acabara nunca de mutar entre el peplo greco-latino a la diva decimonónica. Todo un juego que aligera un tanto los rincones más filosóficos de un texto tan directo como profundo, tan punki como filosófico, tan divertido como sustancial. Lo que cuenta pone frente a frente el materialismo superficial de los que adoran al becerro de oro con el cultivo espiritual honesto. “La miseria es el gran genocidio”, dice, y todos los que viven de espaldas a la miseria sólo merecen asco y odio, aunque quizás no tengan culpa de nada… o la tengan de todo. A ratos incómodo, a ratos distorsionado como una guitarra de, pongamos, los Sepultura. A ratos extáticamente molesto. No faltan referencias a la maternidad (y sus responsabilidades), a los abusos del estamento eclesiástico, a la gastronomía y a la política podrida que nos gobierna. Ni a Pasolini, una deidad personal de la Liddell.

Finalmente, aflora la idea del arte como Estado y la posibilidad del “vituperio como género dramático”. Como ocurre con todo lo que nace de esta autora, genera posiciones y opiniones extremas. Y eso, a uno, todavía le hace disfrutar más, porque la función continúa con los debates en el bar. “No está el mundo como para salir sin daño del teatro. Ojalá mi obra fuera molesta, beneficiosa y bella a la vez.”

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