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Un obús en el corazón

  • Teatro
  • 4 de 5 estrellas
  • Crítica de Time Out
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Time Out dice

4 de 5 estrellas

Autor: Wajdi Mouawad. Director: Santiago Sánchez. Intérprete: Hovik Keuchkerian

Habrá quien piense que el boxeo está muy lejos de la poesía. Pero hoy sabemos que un ring es también un escenario donde se lleva al extremo eso que vertebra toda creación teatral: el conflicto. Esta rara suma de boxeo, poesía y teatro da como resultado un actor instintivo, un intérprete al que le sobra la técnica, porque lleva el escenario dentro. Se llama Hovik Keuchkerian. Pocas veces es tan acertado eso de 'animal de la escena'. O eso otro de 'actor que llena el escenario'. Campeón de España de pesos pesados en 2003, este renacentista atípico se basta y se sobra para regalarle su corpulencia a un texto duro y sobrecogedor de Wajdi Mouawad (autor de la celebérrima 'Incendies'), que presenta en soliloquio que arranca al patio de butacas silencio inmutable y emoción en vilo. 'Un obús en el corazón' es eso precisamente, un artefacto destructivo que, lejos de devastar, florece en el corazón de cada espectador.

Este pequeño gran montaje llegó en medio de una tendencia que tiene que ver con la crisis (se estrenó en 2014 en el Teatro Alfil). No hay mal que por bien no venga. Actores y actrices que se pillan por obras complejas y estimulantes, y se lanzan al vacío del monólogo dramático. Estoy pensando en Nuria Espert, en Lolita, en Miguel Rellán, en Blanca Portillo. También en Esperanza Pedreño, en Joaquín Hinojosa o en Alberto San Juan. El monólogo, con todos ellos, y ahora con Hovik Keuchkerian, está ascendiendo a una división olímpica. El perfecto contrapunto a ese otro ritual social ya, más ligero, menos preocupado por la excelencia (aunque a veces la consiguen), del monólogo cómico. Lo que ocurre con esta obra, por ocuparnos de lo que toca, es catártico, es un viaje de una poética descarnada, una historia que sí, sabemos dónde empieza y cómo acaba por la convención teatral, pero con un antes y un después tan profundamente humanos que parecería que nos acompañan desde siempre.

'Un obús en el corazón' es el viaje de un hijo hacia su madre, atravesando la fría noche del invierno canadiense mientras la nostalgia se tiñe de un caluroso amarillo en los recuerdos de la infancia libanesa. Por cierto, gran trabajo de iluminación (de Rafael Mojas) que da un lustre excepcional a una sencilla pero trabajada escenografía (de Dino Ibáñez). El actor transita el carrusel emocional que propone el autor con una variedad infinita de matices. Su hermano le deja un escueto mensaje al otro lado del teléfono: ven ya, mamá se está muriendo. Y entonces empieza el baile. De la contemplación poética al exabrupto más mundano. De una pasiva ternura a un arranque violento. De la ironía volátil a la verdad con aplomo. De la inocencia infantil a la tristeza senil de la edad última. De la comedia (que la hay) a la tragedia. Del ser niño al ser hombre. Un miedo de la infancia sólo se quita con otro miedo de la infancia.

Poco a poco vamos sabiendo quién es este sujeto que nos cuenta su historia, por qué es el protagonista que alarga el momento de llegar frente a la cama en la que agoniza su madre, que parece –sólo parece- su antagonista. Conocemos su labor como pintor y la búsqueda obsesiva del rostro de su progenitora, aquella que cambió de cara cuando él cumplió 14 años. Enferma de cáncer, se va a morir y su hijo, alejado de ella, no ha encontrado el Grial. De fondo, como en sordina, el ruido de la guerra –madre de todos los miedos- en el Líbano natal (tanto el autor como el actor tienen procedencia libanesa y fue la guerra civil del país del cedro la que llevó a sus familias a emigrar). A un lado, todos esos familiares "con cara de catástrofe"; a otro, la belleza que se apaga hasta desaparecer. La gran castración, que diría un freudiano.

Todo este torbellino va sucediendo en el escenario con una cadencia sedosa, en un avance tranquilo pero seguro, donde la batuta, cada vez más magistral, de Santiago Sánchez, desgrana una partitura que empieza como un réquiem y acaba como una ópera. Es, sencillamente, uno de esos montajes que no se olvidan, que se recordarán mucho tiempo. Sobre todo cuando, ante el cadáver de nuestra madre, la despidamos diciéndole algo así como: "me hubiera gustado conocerte…"

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