La juventud

"No soy tan joven como para saberlo todo", decía Oscar Wilde, imaginamos, con la barbilla alta y una sonrisa bien alimentada. ¿No decían que eran los venerables abuelos los depositarios de la sabiduría y la memoria? No, lo son los jóvenes, que lo que no saben lo inventan. Sorrentino es joven, tal vez por eso admira la experiencia, a menudo teñida de un cierto cinismo. Así eran, grandes y cínicos, Giulio Andreotti de 'Il Divo' o Jep Gambardella de 'La gran belleza', a quienes se añaden, en 'La juventud', las dos caras de una misma moneda, un director de orquesta que ha decidido retirarse a pesar de recibir una oferta tentadora (Michael Caine) y un cineasta preparado para facturar su última obra maestra (Harvey Keitel). La diferencia es que Andreotti y Gambardella no paraban de moverse, aunque fuera para no ir a ninguna parte, y ahora estos amigos y residentes en un balneario suizo están paralizados, confinados en un paraíso de mármol y cloro, y tienen demasiado tiempo para filosofar y contarse los pelos de la pierna.

La estética de la reclusión
No es la primera vez que Sorrentino somete a sus personajes al confinamiento, aunque sea de cinco estrellas (recordemos 'Las consecuencias del amor'). Y si es cierto que el tono mortuorio del film se aligera con todo tipo de secundarios fellinianos, 'La juventud' no puede evitar caer en los 'grandes temas' de todo film crepuscular que se enorgullezca de serlo. Después de todo, lo que está en juego aquí es el sentido de la existencia, si nos arrepentimos o no de nuestras elecciones, cómo afectan nuestras decisiones a quienes nos rodean.
Caine y Keitel hacen un trabajo excelente a la hora de sacar trascendencia en diálogos y situaciones, pero la puesta en escena de Sorrentino, ampulosa y manierista, subraya la supuesta importancia de su discurso. La película parece desplegarse dentro de una burbuja de jabón: lo que pasa dentro queda iluminado por reflejos de colores, pero parece que, en cualquier momento, todo estallará para dejarnos en el vacío más absoluto.