Cegados por el sol

La mejor secuencia de 'Cegados por el sol' es la del baile frenético que un productor discográfico (un inmenso Ralph Fiennes) emprende poseído por el 'Emotional rescue' de los Rolling Stones. Todo el film es una danza diabólica indolente alrededor de una piscina, en una isla donde los arrebatos de viento cálido pueden tumbarte el ánimo con un solo soplido. Si la película de Luca Guadagnino tiene algo que decir, es seguramente sobre los caminos imprevistos del deseo, y errática y dispersa como es, ahora hirviendo de erotismo soleado, ahora flirteando con el thriller psicológico, consigue transmitir esa sensación densa que nos ataca después de una siesta veraniega demasiado larga o de una mala resaca. Y es que tanto sol no puede ser bueno.

¿Cuatro personajes en busca de autor? Les basta, parece, con haber encontrado a su actor ideal. A Fiennes, que pierde la vida por la boca, se le añaden Dakota Johnson, que interpreta a su hija como si fuera su amante; Tilda Swinton, que no dice palabra audible obligándonos a creer –y qué bien que lo hace– que es una reencarnación andrógina de David Bowie que un día decidió portarse bien, y su nuevo novio, un Matthias Schoenaerts que se lleva la peor parte del pastel.

La interacción de estas cuatro criaturas, que parecen haberse escapado de una novela de Bret Easton Ellis para quedarse a vivir en una de Patricia Highsmith, está recorrida por los celos, la traición y la manipulación emocional. No nos sentimos identificados con ninguno de ellos, pero el filme tampoco se resiente demasiado: su atractivo es la excéntrica superficialidad en la que se mueve. Ahora bien, cuando Guadagnino incluye la subtrama de los refugiados, mete la pata hasta el fondo.