Levantado por el empeño de algunos de sus clientes más fieles, este proyecto (herededero del homónino creado en 2017 pero cerrado por la pandemia), que está liderado desde cocina por el chileno Javi Cabrera, es mucho más que un restaurante. Bajo un aire de lugar semiclandestino y más metros cuadrados que su predecesor, congrega un elegante espacio para el tapeo ilustrado, una barra de coctelería e incluso un club para eventos privados (catas, talleres...) que también puede convertirse en una reservado para una veintena de comensales. Todo, como su anterior aventura, a un paso de la plaza de Cibeles.
Además de una breve carta de tintes afrancesados (no esconde su filia por el trabajo de Pascal Barbot), plagada de nombres excelsos (foie gras, bogavante, cigalas...), la propuesta culinaria se vertebra, si se prefiere, en tres menús cerrados: Ejecutivo (solo al mediodía y entre semana), Arrayán y Degustación (diez pases con lo mejor del mercado y muy dinámico).
Refinamiento, sensibilidad y ecos de toda su trayectoria (del ajoablanco malagueño al ceviche de corvina con carpaccio de carabinero) se reúnen en platos con múltiples y lustrosas elaboraciones mientras las mesas se rodean de asientos de terciopelo, librerías que buscan crear una atmósfera muy british y esos cuadros del pintor y amigo Pablo Santibáñez que no pasan desapercibidos.
La planta baja se entrega a un plan más informal donde cabe una hamburguesa Rossini, unas croquetas, una tortilla de patata desestructurada o unos brioches de rabo de toro. Bocados sencillos pero gustosos para acompañar un trago (la bodega suma alrededor de referencias escogidas por el propio chef).
