La Compañía Nacional de Teatro Clásico lleva unos años proponiendo montajes que dialoguen con los clásicos desde la contemporaneidad. En esta ocasión, mientras en la sala principal de su sede, el Teatro de la Comedia, se representa 'El castillo de Lindabridis', de Calderón de la Barca, con dirección de Ana Zamora, en la sala pequeña, la Tirso de Molina, Lucía Carballal ha cuajado un artefacto escénico, para mí, perfecto. Para empezar porque cumple certeramente la misión de dialogar con la otra obra, que es como dialogar con el pasado, con la tradición. Y de ese encontronazo, de ese interrogatorio que el hoy le hace al ayer, surge algo rabiosamente actual donde cuatro mujeres (la autora y directora y las tres actrices) descomponen lo que supone la relación con una herencia, con un patrimonio, el legado de un padre si hablamos de una persona, el legado de una cultura si hablamos de una sociedad.
Lucía Carballal construye un complejo y profundo texto teatral
Por si alguien no ha visto 'El castillo de Lindabridis' o no conoce la obra, es la historia de la princesa Lindabridis, heredera junto a su hermano del reino de Tartaria. El problema es que el rey, su padre, ha muerto sin designar quién le sucederá en el trono. A pesar de que ella podría reinar, su hermano le dice que no guerreará con ella y que tendrá que buscarse un marido con el que pelear la herencia. Para buscarlo, ella inicia un viaje a bordo de un castillo volador y aunque encuentra un marido finalmente, no consigue vencer a su hermano y se queda sin reino.
Esto sirve a Lucía Carballal para construir un complejo y profundo texto teatral, que reparte en la voz y el cuerpo de tres actrices que han pasado por la muy exigente disciplina de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Su experiencia con el lenguaje preciso, con el verso, con el cuidado extremo de la tradición y lo que les ha provocado como actrices y mujeres, se entrevera con la propia historia de la autora, que tuvo un padre ausente que además era arquitecto y se dedicaba a construir los castillos de hoy, las grandes dotaciones públicas de la época de bonanza en la España de finales de siglo XX, y que al morir sólo les dejó a ella y a su hermano un montón de cajas de libros y de planos inservibles como legado.
Texto, interpretación y puesta en escena encajan de forma impecable
Es una auténtica gozada, un placer extraordinario como espectador, ver el trabajo de las tres actrices, Eva Rufo, Mamen Camacho y Natalia Huarte, que se sucede en sendos monólogos en relación con un espacio escénico aparentemente sencillo, pero que igualmente encierra un simbolismo muy emparentado con las dramaturgias de nuestro Siglo de Oro, tan dominado por la relación entre el arriba divino y el abajo terrenal. En mitad del escenario hay una especie de alfombra de escombros, restos, desperdicios de una obra o ruinas de algo que se construyó y ya no existe, pero es una ruina organizada, delimitada, un cimiento casi, y por encima de él, flotando, volando, una estructura que simboliza ese castillo en el aire, esa vida que todos nos vamos haciendo con lo que nos enseñan o no, lo que nos dejan o no nuestros padres, nuestros abuelos, nuestra cultura, y que un día debemos poner en cuestión para saber realmente lo que somos de verdad y lo que nos ha venido impuesto.
Texto, interpretación y puesta en escena encajan de forma impecable. Ojalá el montaje tenga más vuelo y no estas únicas tres semanas en la Comedia, porque está llamado a dejar una huella tan profunda como su elaboración, porque tiene un gran poder de evocación, reflexión y emoción.