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Ya hemos visto 'Dolor y gloria', de Pedro Almodóvar, y es preciosa

Escrito por
Josep Lambies
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Hace 32 años que Pedro Almodóvar dirigió 'La ley del deseo', donde Eusebio Poncela interpretaba a un director de cine cuyo trabajo se veía alterado por una tórrida historia sexual. Sin saberlo, Almodóvar estaba empezando ahí una trilogía no premeditada que continuaría en 2003 con 'La mala educación' y concluye, ahora, en 'Dolor y gloria', la más bella y crepuscular de las tres. Tomémosla, pues, como una historia con tintes autobiográficos, que también trata de un director de cine, Salva, a quien encarna Antonio Banderas, dispuesto a saldar deudas con todas las puertas abiertas de su pasado. Sin destriparos la emoción de verla por primera vez, os compartimos nuestras impresiones en cinco puntos.

1. El canto de las lavanderas. Como una brisa de verano, la historia está llena de paisajes de la infancia que vuelven a la memoria del personaje. De hecho, la película empieza con una escena junto al río, donde unas lavanderas con delantales de flores y pañuelos enroscados en la cabeza extienden las sábanas mojadas, mientras van entonando en un dulce murmullo colectivo una cancioncilla que dice "Siempre a tu vera, a tu vera, a tu vera...". Ahí es donde aparece Rosalía, arrancando ese canto espontáneo de la boca de sus compañeras. Ese canto destinado a perdurar a través de los siglos. Y ahí está Penélope Cruz, con un sombrero de paja, mostrándole al Salva niño cómo nadan los pececillos jaboneros bajo el agua.

2. Un hombre que se atraganta. No hay duda de que en 'Dolor y gloria' Banderas es un 'alter ego' de Pedro Almodóvar. De hecho, Almodóvar admite que ha jugado esa carta hasta el fondo. La casa en la que vive Salva es la suya. Los muebles rojos de la cocina y los cuadros han sido reproducidos al detalle. También el tipo de ropa, las zapatillas, los polos de colores, e incluso ese pelo ingobernable que sube en una maraña encrespada y grisácea. Eso sí, su clon está aquejado de varios males: tiene dolores de espalda y migrañas, a sus casi 60 tacos se ha hecho adicto a la heroína y cada día se prepara un cóctel de pastillas machacadas mezcladas con yogur. Y se le atraganta la comida continuamente, como si fuera a ahogarse.

3. Reconciliarse con el pasado. 'Dolor y gloria' es la historia de un hombre y sus pasados. Los recuerdos de la niñez en el pueblo de Paterna, en una casa subterránea con las paredes encaladas. El origen del deseo, cuando vio a un joven albañil lavándose en el patio de su casa, desnudo, entre los geranios rojos. Los cines de verano, que olían siempre al orín de los chavales que meaban entre los arbustos. Los años estudiando en el seminario, con pantalón corto y calcetín largo, sutil homenaje a los dos chicos de 'La mala educación'. Y más. Historias de amor y droga, la juventud en el Madrid de los 80. El éxito de su primera película, 'Sabor', cuyo cartel mostraba unos labios lamidos por una lengua con textura de fresa. 

4. Amortajar a una madre. En 'Dolor y gloria' Almodóvar vuelve a firmar una carta de amor a la madre, espectral y tierna. Una madre a quien interpretan dos actrices. En el recuerdo es Penélope Cruz, con vestidos rojos y ese arrojo de mujer neorrealista que ya tenía la Raimunda de 'Volver'. En la vejez es Julieta Serrano, reposada, libre de los esfuerzos, sentada en un sillón desenredando rosarios viejos. Tiene dos momentos excepcionales. Uno, cuando cuenta el sueño de la vecina muerta que fue a visitarla la noche pasada, algo translúcida aunque bastante entera. La segunda, cuando le cuenta a su hijo cómo quiere que la amortajen. "Si para enterrarme me atan los pies, tú me los sueltas. Allá adonde voy, quiero llegar ligera". 

5. Noche en una estación de tren. No es una película grandilocuente. No hay estridencias, ni giros trágicos de guion. Al contrario, todo pasa en un tono de reposo, en el que las aguas no llegan a enturbiarse. Eso es lo más bonito. Al fin y al cabo, 'Dolor y gloria' nos habla de un tipo que se reconcilia con la película de su vida. Está ese actor (Asier Etxeandía) con el que se dejó de hablar 30 años atrás. Está ese amor de juventud (Leonardo Sbaraglia) que era adicto al caballo y que huyó de su vida. Está ese dibujo pintado en acuarela sobre un trozo de cartón, que un día apareció en los Encants de Barcelona. Y está esa noche en el banco de madera de una estación de tren en la que una madre le zurció los calcetines a su hijo mientras fuera el cielo se estampaba de fuegos artificiales.

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