Los clásicos lo son porque, además de tratar temas intemporales de maneras nuevas y originales, además de regalarnos personajes inmortales, están muy bien escritos. La decisión de reescribir un clásico denota primero ingenuidad y, luego, soberbia. Si no vas a mejorar a Ibsen, nada menos que a Henrik Ibsen, que revolucionó el teatro para siempre en su época junto a Chéjov y Strindberg, mejor lo dejas tranquilo y no conviertes su magnífico texto en una sarta incomprensible de lugares comunes e inverosimilitudes que pretenden adobar de contemporaneidad unas acciones y un argumento que, por muy del siglo XIX que sean, se entienden perfectamente, que el público no es idiota.
Dicho esto, no está nada mal volver sobre 'Casa de muñecas'. Hay que volver sobre 'Casa de muñecas' una y otra vez, igual que hay que volver sobre 'Un enemigo del pueblo' o sobre 'Hedda Gabler'. Son obras que mantienen viva la conversación histórica sobre determinados temas recurrentes en nuestro progreso como seres humanos. Desde luego, la decisión de poner al frente del protagonismo a una mujer como Nora y que sus conflictos internos y lo que provocan en los demás personajes estén en el centro, es toda una revolución cultural. Una revolución que no ha terminado de conseguir que, casi 150 años después (la obra se escribió en 1879), lo que ahí se ponía en juego hoy sea ya sentido común. No, al contrario, vivimos tiempos de reacción patriarcal y las conquistas nunca son definitivas.
El montaje de Lautaro Perotti ha buscado el dinamismo en ese juego de plataformas escenográficas móviles, como si una gran mano (¿la suya?) moviera desde arriba los módulos de la casa de muñecas para ir generando los espacios: ahora el exterior de la casa, donde crepitan los secretos, ahora el salón, donde estallan las traiciones, ahora la habitación de los niños, esos niños ausentes, donde la ternura se enfrenta a la llama que consume a Nora por dentro. María León, aunque forzada por dirección a evidenciar más de la cuenta lo que está pasando (otra vez explicando demasiado, un poco más de confianza en la inteligencia del espectador, por favor), está espléndida en esa Nora entre ingenua y voluntariosa, entre valiente y frágil, demostrando en la escena final cómo lo que le ardía dentro está sustentado en un cimiento magmático muy profundo. A Santi Marín le falta contundencia, pero se salva, igual que Patxi Freytez pese a sus dejes de mafioso de medio pelo. En general, se acaba entrando en la ficción (por absurda que parezca muchas veces la adaptación, porque lo de convertir a Nora en una estafadora inmobiliaria, cuidado, puede cambiar el sentido de su conflicto y su deriva) y se llega al final fluidamente para encontrar a un público que, atento y afectado, aplaude con convicción al final.