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Siempre nos quedará el Palentino

Escrito por
Álvaro Vicente
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Proyección global. Ahora que Álex de la Iglesia se ha inspirado en El Palentino para su última película, ‘El bar’, el mítico esquinazo de la calle Pez adquiere patente de eternidad definitiva. A sus 75 años, habiendo resistido los embistes de la gentrificación y prohibida la entrada a los muffins, quizás pase a ser un destino de peregrinación masiva con recuadro especial en Lonely Planet Madrid: ya lo estoy viendo ascender como la espuma en las listas de keywords. Pero para espuma, justa y bien puesta, la de las cañas que Casto lleva tirando 60 años.

Proyección local. Soy de pueblo. De un pueblo alicantino del que salí en 1994 rumbo a Madrid para hacerme periodista y escritor. Caí en la calle Ballesta, que entonces era un desfile de secundarios de David Lynch. Era el tiempo de las porno codificadas de Canal Plus, pero yo descorría las cortinas del salón y veía gente follando enfrente. Todo muy low cost, avant la lettre. Sin siquiera intuir que un día habría emoticonos, empecé a caminar el barrio desde allí como ese círculo amarillo ojiplático y boquiabierto del whatsapp. Y un día, entré en El Palentino. Me acomodé en la barra, le pedí una caña a ese señor enjuto del pelo blanco y me dejé ir mirando a los parroquianos. Pronto acabé siendo uno de ellos.

Proyección nocturna. Cuando venían los colegas del pueblo, les decía: os voy a llevar al bar donde desayunan Calamaro y Sánchez Dragó. ¡Hostia! Fardar de Palentino molaba. Los pepitos de ternera sabían igual que los de mi madre y eso daba mucha tranquilidad. Pero en los bares de mi pueblo, los yonkis no eran guitarristas de Los Rodríguez. Entre semana, a las 2 de la madrugada, era un cuadro de Hopper. Llegado el finde, principio y fin de todas las juergas, porque volvieras a la hora que volvieras, ese puto bar estaba ahí, funcionando. Y ahí sigue, toda una institución. Si los espejos atrapan algo de todo el que se refleja en ellos, los del Palentino tienen un amasijo de almas que ni el mismo infierno.

Proyección atemporal. El Palentino es una isla suspendida en el tiempo. Permanece impasible tras 75 años, una posguerra, una dictadura, una transición, una movida, una decadencia, un siglo nuevo y un frenesí de bares hipsters. Las nuevas oleadas de veinteañeros de pueblo conviven con actores, músicos, poetas, ingenieros, porteras, jubilados, borrachetes y periodistas. Cruasanes a la plancha con mantequilla y mermelada, ‘sangüiches’ mixtos, cubatas en vaso de tubo, alguna cucaracha camino del baño, jaleo de voces mezclado con el telediario, ¿qué va a ser, joven? Lo de siempre. Lo de toda la vida.

El Palentino

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