David Lynch estrenó 'Mulholland drive' en 2001 y cinco años después saltó al vacío con 'Inland Empire', su último largometraje hasta hoy. Tras esa película, ni Lynch ni su obra fueron ya las mismas, su huevo cósmico artístico explotó y dio comienzo el universo paralelo Lynch definitivamente. ¿Por qué hablo de Lynch aquí? Porque no dejo de pensar desde que la vi que 'Los gestos' es la 'Inland Empire' de Pablo Messiez (su obra anterior, 'La voluntad de creer', sería su 'Mulholland drive'). Si allí el cine se estaba deshilachando para ser otra cosa, aquí es el teatro el que se presenta en su transustanciación y, a diferencia del californiano, el argentino seguro que nos va a dar más muestras de este nuevo camino, de este nuevo universo Messiez que recién empieza su expansión.
¿Somos dueños de nuestros gestos? He ahí el meollo
Intentaré explicarme. 'Los gestos' es una suerte de teatro gestual abstracto que, más que onírico, es la ventana hacia un inconsciente formal donde la palabra es, sobre todo, descriptiva, como si muchas veces solo sirviera para elevar una écfrasis de lo que hace el mismo cuerpo que la emite, con el concurso de una memoria gestual sin consciencia. ¿Somos dueños de nuestros gestos? He ahí el meollo.
La obra es más búsqueda que resultado, como si Messiez nos enseñara solo el trayecto hacia un destino que desconoce, lleno de corrientes subterráneas que abrevan en un río que apenas emerge, el momento de la fusión entre un teatro que quisiera ser danza pero con un anclaje logocéntrico difícil de soltar. La categoría híbrido no sirve. Casi no sirven categorías y conceptos y el desafío es precisamente encontrar una pulsión descriptiva que acompañe este camino, no por exigencias de un artista que lo pone difícil, sino porque la obra contiene una seducción intrínseca para el que la mira activamente, que le impele a agitar el músculo de la conceptualización.
Hay un espacio que es tan íntimo como público, tan privado como sagrado
Hay unas acciones que coquetean con el bucle en una línea argumental difusa que no aspira a ser historia con principio, nudo y desenlace. Hay un espacio que es tan íntimo como público, tan privado como sagrado, con un ventanal al fondo que mira a Italia, a Roma, a la antigüedad en ruinas convertida a su pesar en parque temático, a un territorio que de tanto arte y tanta belleza, se ciega y cae en brazos de diversos fascismos.
También mira a Pasolini (y un poco a Teorema, concretamente, de la que se proyectan imágenes y de la que respira ese motor narrativo que es la llegada de un extraño que lo altera todo), otro cineasta con universo propio que narraba el mundo a base de imagen y gesto, donde sus actores eran más una mirada que un párrafo aprendido y pasado por un estándar emocional. Hay unos ejecutantes, más que intérpretes, y un bosquejo de personajes. Hay muchos gestos, claro. Y está el espíritu de Mina, la cantante que se exilió del mundo, que se enrolló en sí misma como un armadillo y vive bajo el caparazón duro de sus canciones eternas. Música, cine, pintura, movimiento.
Hay sillas que se disponen para un algo futuro que nadie sabe qué puede ser. Es un vaticinio en la propia obra, un disponernos para otra cosa, derribando tímidamente lo anterior. Y bueno, hay un personaje, sí, una especie de obrero del arte, el joven pianista que quiere cobrar por trabajar, al que los otros artistas le dicen siempre vuelva usted mañana y él sale refunfuñando sobre los putos pijos artistas para volver siempre más tarde, hasta que le explican que es que ese espacio no es de nadie, que Topazia, la aspirante a Mina, lo ha okupado porque está abandonado mientras la concejala de cultura decide qué hacer con él, y es una pena. La obra rechaza rápido este emerger repentino a la realidad (¡teatro reivindicativo no!) pero el director ha decidido dejarnos sacar un momento la cabeza con él para respirar. Y para pensar si no será que algo de eso hay también, que hay ciertos territorios de la creación artística abandonados a la espera de decisiones políticas que son absolutamente ajenas a las búsquedas de los artistas.
Texto y dirección: Pablo Messiez. Intérpretes: Fernanda Orazi, Emilio Tomé, Nacho Sánchez, Elena Córdoba y Manu Egozcue.