Atención. Esta no es una obra de la Mercè Rodoreda que todos conocemos. Quiero decir que no es una obra como las de la Rodoreda que la mayor parte de sus lectores conocen, ya que se aleja, ¡y como!, del realismo y costumbrismo de 'La plaça del diamant', 'Mirall trencat' o 'Aloma '. Es otra cosa. Es una paisaje mental sin referentes que proyecta un inconsciente lleno de tortura, dolor, y sobre todo miedo, nada ajeno a los momentos que Rodoreda vivía en Ginebra cuando hizo la primera redacción.
Una obra, inacabada que no incompleta, según los editores, nada explícita, que esconde más de lo que muestra a pesar del lirismo de la prosa y la contundencia, la brutalidad de las imágenes que proyecta. Un mundo arcaico en el que todo lo humano parece desterrado por unas normas atávicas que someten a los atemorizados habitantes de este pueblo situado sobre un río que le socava los cimientos y que entierra a sus difuntos dentro de los árboles con la boca llena de cemento para a que no huya del alma.
No era fácil trasladar este mundo al escenario y hacerlo comprensible. Joan Ollé lo consigue, pero sólo a medias. Diríamos que su propuesta escénica está más afinada que la dramaturgia. Hay una poderosa poética que envuelve un conjunto de palabras que habría que escuchar varias veces. Tanto el opresivo espacio escénico, como las soberbias proyecciones y los efectos fantasmagóricos, así como el vestuario, un inquietante espacio sonoro y la tenebrosa iluminación, nos sumen en este mundo surrealista y esperpéntico que atrae tanto como repele. Y en él brillan los monólogos del prisionero (fantástico Pepo Blasco), el del dictador (Joan Anguera) que busca diferenciarse hasta todo en la muerte, o las intervenciones del hijo del herrero (Roger Vilà).
Autoría: Mercè Rodoreda. Adaptación y dirección: Joan Ollé. Con: Joan Anguera, Pepo Blasco, Sara Morera, Rosa Renom, Francesc Colomer y Roger Vilà.