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'Cold war' ya es la mejor película que veremos este otoño

Escrito por
Josep Lambies
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Ver para creer. Hace dos fines de semana que 'Cold war' agota localidades en la hora punta de varios cines de Madrid. La nueva película del cineasta polaco Pawel Pawlikowski, ganador de un Oscar por 'Ida', se está convirtiendo en algo inaudito: un 'blockbuster' del cine de autor europeo. En Time Out ya le pusimos 5 estrellas cuando aterrizó en la cartelera. Lo que entonces no os contamos es que tras cada una de esas estrellas hay un motivo poderoso.

1. El canto de los campesinos: Empieza en un sombrío 1949, en los campos encharcados de una Polonia que nos aparece como un inmenso barrizal bajo la borrasca. Wiktor viaja en furgoneta con un magnetófono colgado del hombro y recorre los pueblos, visitando las granjas de los campesinos y recopilando sus cantos, esas canciones que forman parte de una memoria no escrita, de una tradición surgida de la tierra labrada. En una de estas cabañas, una niña con el pelo trenzado le canta una tonadilla sobre la añoranza, que habla de unos ojos que quieren llorar y no pueden. Esa canción se irá transformando a lo largo de la película, primero a través de un coro de muchachas que cantan para el Partido, después convertida en una melodía de jazz que nos llega como un susurro arrancado de la noche de los tiempos.

2. La luz y las sombras: 'Cold war' es la historia de un amor imposible, el relato de dos seres que se aman en un mundo resquebrajado, a lo largo de 20 años de desencuentros. Y está rodada en un blanco y negro fantasmal impresionante. Ahí tenemos esa escena en la que Wiktor, sentado al piano, dirige a un cuarteto de cuerda para la banda sonora de una cinta de terror italiana. En la pantalla, vemos la imagen de una escalera sobre una pared desconchada, donde se proyecta la sombra de un asesino. De pronto, se abre la puerta de la sala, la música cesa y aparece Zula, su amante, como una foto antigua enmarcada en el resplandor del umbral. Lleva el pelo recogido en una horquilla y hace un gesto con la mano expresivo en su simpleza, infinitamente bello, que permanecerá en nuestro recuerdo durante mucho tiempo.

3. La mujer que baila rock'n'roll: Aquí mi escena favorita. Estamos en el París de los años 50, en una cava nocturna. Una rubia, borracha y hastiada, se desmorona en un taburete sobre la barra, con una copa entre los dedos. Suenan las primeras notas de 'Rock around the clock', mítico rock de Bill Halley, y le cambia la cara. Esboza una sonrisa picarona, se levanta y se arranca a bailar como alma que lleva el diablo, el pelo encendido como un pajizal en llamas, la mirada esquiva perdiéndose detrás de la multitud, sola, con ese empuje arrebatado de la Anna Karina de 'Vivir su vida' arededor del billar, con una fuerza visceral que contiene, también, el presagio de un desenlace trágico. 

4. Espectros de Europa: Decíamos que 'Cold war' es una historia de amor situada en una Europa que duerme en la bruma de la guerra. Él es el director de una orquesta que reinterpreta música folklórica de la Polonia rural. Ella, una muchacha que ha salido de la cárcel por haber apuñalado a su padre. Su amor nace en la Varsovia comunista, donde hay prados verdes, ruinas polvorientas, trenes ruidosos, lugares vacíos. Su amor sigue en París, donde hay buhardillas sórdidas, fiestas etílicas, la sombra de Notre Dame como un fantasma al acecho en la oscuridad. Su amor visita cárceles, caminos enfangados, fronteras cerradas con alambre de espino, soldados con 'kalashnikov' y la pena del exilio. 'Cold war' es la historia de dos almas quebradas, sepultadas en un iniverno infinito, donde la felicidad no se formula ni en el más lejano horizonte.

5. El viento que agita el trigo: Por último, ese final al lado de la iglesia reducida a escombros, en cuyos frescos agrietados todavía se advierte el rastro de unos ojos pintados que no quieren borrarse, como un testigo que sobrevive a las miserias de los personajes. Y, sobre todo, ese último plano ante el banco de piedra en la encrucijada de carreteras, tras el cual se extiende un campo de trigo que una ráfaga de viento agita, como un murmullo que anticipa la desolación del espectador en la sala. Después se encienden las luces, y todos salimos de la sala sintiendo un dolor desconocido que nos oprime el pecho. Ese dolor es el peso de la obra maestra, que se instala en nostros y nos enfría los huesos. Qué brutalidad, qué maravilla.

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