Ningún elogio es infundado. Todos los aplausos son merecidos. Calificarlo como restaurante de moda es el único error. La moda es pasajera y Membibre, después de varias décadas de negocio familiar, acaba de empezar. Desde hace unos meses el jovencísimo Víctor, último de la saga y curtido entre grandes maestros (Etxebarri, Robuchon…), se puso al frente de la cocina para actualizarla, no para revolucionarla. No sigue aquella máxima lampedusiana -“que todo cambie para que todo siga igual”- sino que conduce una transición sosegada, cabal y admirable añadiendo nuevas líneas de fuga a una propuesta refinada y placentera, siempre suculenta, aupando a cotas mayores el nivel de muchos platos (magistral su trato con la caza) desde esa devoción por el producto (y su temporalidad) que ya era seña de identidad de la casa.
Eso sí, aires de versatilidad han llegado al restaurante para quedarse. Mantienen la barra para picar algo o pedirte una copa de generoso mientras esperas mesa pero, como migas de pan (para saber volver porque ¡hay que volver!), se van sucediendo varias mesas altas y una carta de ‘Cocina en miniatura’, donde las raciones se reducen pero su excelencia se mantiene imperturbable, hasta alcanzar el comedor. Aquí, entre lo orgánico de la madera y lo atemporal de la pizarra, entre tonos cálidos y certera iluminación, puedes ir a carta (una docena de entrantes, cuatro o cinco pescados -brasa incluida- y diez invitaciones para carnívoros) o dejarte llevar por el menú degustación (corto y ancho, como nos gusta, donde más fielmente se manifiesta la personalidad del chef).
Lleno absoluto un martes al mediodía. Imaginad el fin de semana. Conviene reservar con tiempo. Luego ya escoges. O cruzas tenedores entre tus compañeros de mesa (porque envidiarás el steak tartar -preparado en sala- de tu derecha, el pato barberie con colmenillas de tu izquierda o las cocochas de bacalao que tienes enfrente) o coges el tren del menú cerrado y disfrutas de las vistas y del maridaje propuesto (atesoran una bodega notable, en equilibrio con la filosofía del actual proyecto). En la parada del Pichón mont royal (con 10 días de maduración) igual te quieres quedar a vivir. Una técnica impecable para un distinguido juego de texturas y sabor. Pero por el camino encontrarás un mar y montaña de órdago (bogavante y manitas), una merluza finísima y de punto perfecto, un erizo al cubo, elevado a la enésima potencia y hasta un guiño a su admirado David Muñoz (sensacional el chili crab de txangurro)… Todo servido por un equipo amable, risueño, atento, hábil. Vamos, competente y experimentado. No se puede pedir más. Bueno sí, una tarta de queso para llorar. Imprescindible.