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Haramboure

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  • Crítica de Time Out
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Time Out dice

5 de 5 estrellas

Son contados los restaurantes que cumplen o incluso superan las expectativas previas tras darse a conocer. Los primeros pasos suelen estar llenos de tropezones y los corrillos foodies y la crítica especializada no perdonan en la ciudad salvaje. Con Haramboure, el bistró de Patxi Zumárraga y Patricia Haramboure, pasa que todo reconforta, que el torbellino gastro parece quedarse fuera. Es entrar en él y dejarse envolver en un perfume de leña que sale escaleras abajo procedente de la cocina vista capitaneada por Roberto Garnacho. Aviso de que aquí se cuida la brasa, pero no sólo.

La llegada a este local, escondido en el barrio de Salamanca y con otras vidas anteriores que han dado también de comer, anticipa además cierta discreción. Y eso que no queda rastro de aquella revolución que Patxi planteó despachando en la puerta su ya célebre mollete de tortilla a modo de comfort street food. Las colas ante el genial acontecimiento se hicieron virales. Queda centrarse ahora en la paz que transmite el propio Patxi, “renacido a los 50”, ese vasco gigante que se dio forma en elBulli, en The Fat Duck, en el asador Mendigoikoa y, hasta hace poco, en Fismuler. El acomodo de su mano o de su socia en Haramboure es así de amable y acogedor entre maderas rústicas, piedra desnuda, vidrieras y candiles. Para haberse dado al reciclaje sobre un fondo de materiales en bruto les ha quedado aparente. El escondite-bistró podría encontrarse en París, pero por suerte nos queda más cerca.

Se nota que quieren agradar. Patricia –la dueña del nombre, también ex La Ancha– dirige la sala con especial simpatía. No hay muchos protocolos, tampoco manteles. Sí mucho personal, otra buena señal. La carta llega en formato sábana. Fácil de entender, dividida en aperitivos, huerta, pescados y carnes. Hay que tocar sin excusas cada apartado. El primero da para picar distintos pintxos adaptados, llenos de enjundia y sabor. Los más repetidos, tal vez el mochi de puerro y gambas, y el bollo de mantequilla y caviar, ambos sublimes en su declaración de intenciones. Otros bocados individuales: la ostra de Bretaña aliñada desde coctelera con sake/mule, la nécora a la brasa, ajo y mantequilla, el morro de ternera frito, y la espaldita de conejo glaseada con cacao.   

De las verduras, muchas sobre fondos de carne “porque están más buenos”, la tarta tatín de cebollas de Zalla, los pimientos cristal con torreznos, los puerros y trufa al Armañac, el celeri glaseado como un magret (sí, los enunciados hacen salivar) o, por supuesto, la menestra con cinco tipos de vainas que recuerda a Fismuler. “Todo está rico”, confirma Patxi sin darse demasiada importancia. Todo lo está. Los pescados los trae de puertos euskaldunes y las carnes de granjas donde le aseguran “que los bichos han vivido bien”. Tipo muslo y contramuslo de pollos de suelta, tipo cerdo ibérico a la mantequilla negra y champi París, con su guarnición (por si fuera poco) de patata, cebolla y huevo. Las mollejas de ternera con limón a la brasa cumplen la filia casquera.

Los pequeños productores y los pescadores del norte tienen en Haramboure un lugar en el que su materia prima se expresa con honestidad y realismo, esas etiquetas que tantas veces no llegan a traspasar. La merluza, perfecta de brillo y sal, con huevo frito como un buñuelo y angulas en sofrito deluxe, es un bocado en el que “te puedes meter dentro”. Está el rape negro, la langosta de Armintza, la sepia de Donostia, tal vez algún besugo fuera de carta, el ajoarriero de bacalao, con porra y miso de hinojos silvestres para doblar la apuesta sin dejar atrás la tradición. Pero es el guiso de itsaskabra en tres vuelcos el verdadero salto mortal a estas alturas del envite. Que lo detalle mejor el barbudo cocinero de Durango: “El cabracho de roca es un pescado que no se toma demasiado porque tiene mucha espina. Es jodido de limpiar, te pinchas y estás quince días con el dedo inflamado. Lo que hacemos es cocerlo en un caldo dashi, no por ser japonés sino porque está muy rico. Y a partir de ahí le sacamos las espinitas. Me gusta esa sensación del pescado caliente, aliñado con mayonesa, cuando se va enfriando como si fuera una ensaladilla rusa o de pescado. Con parte del caldo que nos queda hacemos un consomé y con la otra parte una fideuá oscurita y rica. La cabeza y las agallas las ponemos a la brasa para tostarlas y ahumarlas. Tiene muchísima gelatina. La cabeza es lo más rico del bicho y, junto con las aletas, es para chuperretear. Y la espina frita. Al final te comes un montón de cosas de un pescadito de 800 gramos”. Y a pocos sitios querréis ir al día siguiente que no sea éste. 

Escrito por
Miguel Ángel Palomo

Detalles

Dirección
Maldonado, 4
Madrid
28006
Transporte
Núñez de Balboa (M: L5 L9)
Horas de apertura
Lu a Sa. 13:30-15:30 y 20:30-23:00
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