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Josep Segú: la voz del realismo

Acompañamos al pintor en un paseo entre la Sala Parés y la boca de metro de Jaume I, para hablar de sus últimas obras

Escrito por
Time Out Barcelona Editors
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Descubrí a Josep Segú hacia 1997, en una época en la que el buen hombre estaba obsesionado con unos secadores metálicos que había encontrado alineados en las estanterías de una barbería. Más o menos en aquel año el periodista Sergio Vila-Sanjuán, actual coordinador del 'Cultura/s', organizaba las primeras tertulias con los pintores de su quinta, aquellos que se dieron a conocer como la tribu de los realistas contemporáneos en una colectiva en la galería Llucià Homs, en 1999. Estaba Segú, y también Gonzalo Goytisolo, Josep Cisquella y Pablo Maeso. "Éramos prácticamente un movimiento -me explica-. Como mínimo lo intentamos".

Lo recojo a la salido de la Sala Parés, horas antes que inaugure la exposición 'Barcelona &...'. Juntos nos dirigimos a la calle Petritxol, y hablando de los viejos tiempos giramos por Portaferrissa en dirección a la Catedral. ¿Qué tenían en común los de su hornada? "Básicamente, que todos le dimos la espalda a las terceras vanguardias matéricas, a Tàpies, igual que los hiperrealistas americanos se habían rebotado contra el arte conceptual -me ilustra-. Ya teníamos suficiente de tanto mucho interior. Tocaba mirar un poco hacia afuera". Si alguna vez engancháis uno de los artículos que escribe en 'La Vanguardia' seguro que lo leeréis haciendo apología de los de su generación.

De después de los utensilios de peluquería recuerdo, sobre todo, aquellos bodegones con bolsas y palanganas de plásticos, y su prodigioso juego de sombras y translúcidos. Y, en medio del arsenal de esgrimidores de naranjas y jarrones de cloruro, un retrato de Vila-Sanjuán rodeado de vasos de cubata. También recuerdo, esto más reciente, un par de lienzos dedicados a la fachada de la Pedrera. Esta última es la línea que ha seguido en 'Barcelona &...', ampliando el ángulo de visión. "Lo que me interesa esta vez es observar el funcionamiento de la ciudad contemporánea", dispara, mientras caminamos entre las filas de autobuses que aparcan ante la mirada vacilante e inquisitiva de Ramon Berenguer El Gran.

Juntos somos como una versión de la 'Escuela de Atenas' adaptada a los nuevos tiempos: el maestro, con las gafas de pasta, yo con la libreta de periodista gonzo y los guiris en estampida arrastrándonos en dirección a Jaume I. "A mi me hubiera gustado que Barcelona tuviera más rascacielos", se lamenta, a los pies de la estatua ecuestre. Años atrás se marchó a vivir a Nueva York. De hecho, entre las vistas del Port Vell y la plaza de las Glòries hay infiltrada una perspectiva de Manhattan desde el Top of the Rock, con el melancólico Empire delante. Fue la época en la que entró a trabajar en el taller de Philip Pearlstein, uno de los grandes figurativos yanquis de los años 60, su maestro por antonomasia. "Quizá debería haberme instalado", murmura.

Boca del metro. Despedida y gracias. Me da un catálogo. Más gracias. Y nos separamos. Pero todavía hay algo que me pica la curiosidad. ¿Cómo puede ser que un individuo que se presenta como artista moderno haya convertido las tardes de Barcelona en la Delft de Vermeer? A pesar de los colores intensos, las envaradas estructuras de los tejados y aquellas arquitecturas de hierro forjado que administran las mercaderías de ultramar, la sensación es plácida, muy plácida. Esto es lo que pienso, mientras espero que el semáforo de Via Laietana se ponga en verde. En esto, y en los secadores. Creo que en su momento los tuve, versión postal, colgados en el corcho de la habitación. Llamaré a mi madre para confirmarlo.

BARCELONA &
Sala Parés
Hasta el 30 de abril.

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