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Atropellado por el butanero

Escrito por
Òscar Broc
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El otro día me arrolló el repartidor de butano. En la acera. Fue un ataque furtivo y silencioso, como el de un Carcharodon carcharias cazando focas. En el Raval uno no puede distraerse, es una lección de vida que los habitantes del barrio llevamos impresa en la frente. Sin embargo, tres segundos de distracción fueron suficientes para que una montaña de bombonas me tragara y escupiera como un chicle sin sabor. Hablo de un zigurat de butano y chatarra que se tambaleaba sobre una carretilla minúscula. Hablo de un vehículo conducido de forma temeraria por un repartidor paquistaní con los ojos inyectados en sangre. Hablo de terror.

Nunca habría pensado que en la lista de amenazas a los peatones, encabezada por bicicletas, skates, patinetes, runners y segways, deberíamos añadir también a los repartidores de butano. Nah, es broma. En este caso, el atropello es del todo comprensible.

En el Raval, los butaneros ha convertido en un elemento más del paisaje. Recorren las calles laberínticas del barrio como ratones nerviosos, esquivando guiris como pueden, y hacen llegar las bombonas a abuelitas desvalidas, que les llaman desde el balcón con la bata puesta. A veces tienen que subir escaleras y más escaleras cargados con el botín gaseoso.

Pero no sólo el repartidor es un clásico. De hecho, su grito de guerra también se ha convertido en una parte fundamental de la BSO del Raval. Desconozco si es habitual en los otros barrios, pero en el Raval, el grito del repartidor no es 'butano', acabado en o. Es 'butane', acabado en e.

'¡Butaneee, butaneee!'. Música urbana. El mantra que los vecinos hemos asimilado como los pigmeos hacen con el ruido de los pájaros salvajes en la jungla. Un buen '¡buntaneee!' y cinco o seis golpetazos a la bombona. Butane y camapnillas. Bien pensado, si el repartidor que me arrolló hubiera gritado '¡butaneee!' cuando debía, me habría evitado una angina de pecho... y este artículo.

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