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¿Me cobras, por favor?

Escrito por
Òscar Broc
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Creedme, en Barcelona hay lugares que no te quieren cobrar. Les ofreces tu pasta, pero no la quieren. Son así de generosos. Ya he salido de tres o cuatro bares sin abonar la cuenta. Y no por falta de insistencia, os juro que he avisado a los camareros con gestos ostensibles, haciéndome pesado. Esfuerzos inútiles; ha sido imposible que me pusieran el platito con el ticket encima de la barra.

Es una situación que en los últimos años se repite con una asiduidad alarmante. Entro en un bar o una cafetería, como algo, engullo algún bocadillo y culmino la visita con un ritual que se celebra desde comienzos del capitalismo: le pido al camarero que me cobre. El camarero me ve, me escucha, asiente, vuelve a sus cosas y a vivir que son dos días.

Cuando pasan 5 minutos y compruebas que el señor se ha olvidado de ti, insistes. Eres un tipo honrado, quieres pagar lo que has consumido. La siguiente fase consiste en avisar al camarero fugaz con gestos espasmódicos, como si tuvieras una enfermedad mental muy exótica. El tipo me ve, y tanto que me ve, pero no se acerca. Sacudo los brazos como un náufrago, le aviso con gritos contenidos ("¡perdona, perdona!"), hago el ridículo sin parar... todo sea para pagar lo que debo de una p% &! vez.

Ni caso. Al final, no me queda otro remedio que moverme hasta la caja registradora, plantarme ahí, hacerme fuerte e imponerme cuando el camarero se acerque para cobrar a los afortunados que sí han disfrutado de su aprobación. Es un acto humillante y desesperado, una derrota, el fango de la indignidad, pero quiero pagar y largarme, que llego tarde al trabajo.

Pues hay veces que, a pesar de plantarme ante la caja, tampoco me hacen caso. Es la última fase, para mí. El horizonte final. Si después de avisarle, mover los brazos, gritar como un imbécil y desplazarme a su terreno, el camarero sigue negándose a recibir dinero por la comida y bebidas servidas, cojo y me voy. Adiós. Salgo por la puerta, intentando ver el lado positivo de este fenómeno.

Quiero pensar que hay camareros que desarrollan una empatía extrema con sus clientes. Son benefactores que tienen un sexto sentido para detectar la miseria: huelen mi situación desesperada y se niegan a cobrarme. Saben que necesitaré aquellos 3 euros para pagarme el carajillo en los bares que tienen la poca humanidad de cobrarme. Conmovedor.

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