Cervecería Brasería Gallega

Sentados alrededor de una mesa, Álvaro Colomer, Víctor Fernández, Gerardo Marín, Ignacio Martínez de Pisón y yo hablamos y hablamos de muchas cosas relacionadas con la literatura y la vida, o la vida y la literatura, como si ambas formaran un solo universo de una galaxia de ficción.

La conversación, alegre, ha tenido en los platos de la Brasería Cervecería Gallega la gasolina perfecta para suavizar las palabras. Se come bien, en este restaurante gallego. Platos típicos pero con carácter, como corresponde a una tierra de fuegos y de vientos atlánticos.

Hubiéramos podido beber un ribeiro o un albariño, pero hemos preferido cenar con cerveza. Hace frío fuera, hemos entrado en el restaurante cuando la cacerolada resonaba por todas las calles en Barcelona, y vamos al grano. Primero hacemos un pica pica, con un magnífico pulpo a la gallega, unos calamares con patatas espléndidos, unas navajas muy carnosas y unos pimientos de Padrón que invitan a encontrar sin miedo el maldito pimiento picante, incapaces de sacarnos la sal de los labios.

De segundo, lo que pedimos es un festival para los placeres más primitivos. La media de buey a la piedra es una delicia, tan tierna, tan melosa, que los cinco, rodeados por una nube de perfume de carne, nos sentimos teletransportados a los orígenes de los tiempos. Hemos pedido tres raciones para cinco, aunque hubiéramos podido pedir diez. Hay que domar la garganta. En media hora nos pasamos la carne por la piedra. Este es uno de los triunfos de la noche.

Acabamos la comida con unos canutillos de crema, que es poco dulce a mi gusto glotón, pero constituye un buen colchón para asumir uno de esos orujos caseros, fríos y transparentes, y que dejan el alma preparada para caminar por el purgatorio sin melancolías.

Cuando acabamos de cenar nos sentimos felices. Somos buenos amigos, hemos comido bien, ¿qué más se puede pedir?