Curuba Café

La vida de los amantes del buen café no es sencilla. No. Debemos explorar, tenemos que sufrir, debemos perder mil horas en busca y captura del jugo negro más concentrado, sabroso y libre de aguas sucias y aditivos repugnantes, y no es fácil de encontrar, en la Ciudad Condal, no.

Cerca de una gran torre de planta cuadrada con un reloj en lo alto, junto al ayuntamiento de la villa, hay un bar donde lo hacen como es debido. Es el Curuba: no venden alcohol, por las mañanas ponen música alegre, los camareros son simpáticos y los pasteles, caseros. El café es de la cooperativa El Gondolero: 83% arábiga, 17% robusta, lavado, no torrefacto. Un trago concentrado de cafeína de gusto exquisito con una almendra garrapiñada de regalo. Vale un euro con diez. Si añades un pequeño bocadillo de buen embutido, tres con veinte.

Tienen una terraza concurrida, sometida a los tsunamis infantiles de cada tarde, y en el interior, ahora, una exposición de fotografías en blanco y negro de Mingo Venero, 'Orfanatos de Kenia'. En un rincón, un cuadro abstracto potente de José Luis Zarraluki, el padre de uno de los socios, Lucas -hermano del dueño del Salambó-. Hace siete años abrió este local con Juan, María y Richard.

Richard se volvió a Colombia, patria de la curuba. Hacen bocadillos, ensaladas y crepes; tienen unos helados buenísimos que piden a tres distribuidoras -una de ellas, de Camallera, pueblo tocado por la tramontana, los hace artesanalment-. También sirven horchata para los ávidos de chufa. El local está iluminado con unas lámparas curiosas y bonitas, hechas de teteras, botellas y jarras diseñadas por un antiguo trabajador, Santi Mosquera: todo queda en casa. El Curuba es exótico, sí, porque el café es bueno, no venden alcohol y el trato es sencillo, franco, simpático y sin pretensiones.