Un cartel de Barceló de una de las últimas corridas de José Tomás sobre una ristra de jamones Joselito. Barra de mármol, baldosas hidráulicas de cenefa profunda, techos altos, ambiente modernista. Los camareros son educados y atentos y Carlos, uno de los herederos del negocio familiar (¡estan aquí desde 1964!) se encarga de transmitirte la carta de un modo cabal, con gracia.
El Bonanova es un restaurante que rezuma clase por los cuatro costados y la cocina está a la altura de las circunstancias y del precio, que apunta alto: 60-70 euros por barba. La alcachofa la hacen confitada y a la brasa, esculpida como una flor: la primera del año y una delicia. Su ensaladilla es esponjosa y con pocos elementos (un velo de cebolla, un hilo de pimiento, patata, sardina, chips de boniato), todo un acierto.
Con la tripa de bacalao y capipota llegan a la cumbre: cuesta mucho encontrar por ahí y es exactamente la apoteosis de la untuosidad, con una samfaina que le va al pelo como contrapunto del exceso. El arroz de pichón casi me hace saltar las lágrimas: de los mejores que he probado nunca. Todo el vuelo de un ave –y la rojez de su carne– capturado entre granos oscurecidos por trompetas de la muerte: cocina de nivel, memorable. Mucha categoría. Ahorrad o robad, me da igual igual, pero id.