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Barcelona

  • Teatro
  • 4 de 5 estrellas
  • Crítica de Time Out
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Time Out dice

4 de 5 estrellas

“Barcelona”. Palabra talismán. Lluïsa Cunillé la incluía en el título de su mejor texto (Mapa d’ombres) y Pere Riera le concede todo el protagonismo en su obra más ambiciosa en la forma y en el fondo. La ambición de fundar un mito colectivo nacional a partir de los bombardeos que padeció la capital entre el 16 y el 18 de marzo de 1938. Dramático ensayo general de la guerra sucia contra la población civil. Tragedia orillada en la memoria histórica del país. Para situarla ahora en el corazón del debate emocional le basta un excelente texto –con ecos de las fortalezas interiores de Mercè Rodoreda– y una frase-epílogo de Winston Churchill; el mismo que honra la firmeza de ánimo de los barceloneses para animar a los londinenses y luego manda la air force como jinete del apocalipsis sobre la población alemana en la agonía de la II Guerra Mundial.

Una comedia dramática tan bien construida y tan clara en sus intenciones y objetivos que sólo habría que pedirle al autor que prescinda de algunos fáciles anzuelos emotivos para enganchar y rendir al público, y declarar sin sombra crítica que Barcelona es desde ya uno de los textos ineludibles para establecer el canon de la dramaturgia contemporánea catalana. Un texto universal en su concreción histórica. Es fácil imaginárselo en otras producciones con el sonido de otras lenguas. Producto de exportación con garantías como ejemplo de la madurez del teatro catalán. Costumbrismo entreverado de íntimo conflicto ideológico y vital. Humor matizado por la excepcionalidad de la guerra. Y luego el uso magistral de la música como fórmula mágica para escapar de la terrible realidad, con la misma inteligencia poética que posee en las películas de Terence Davies.

Estos son los méritos de Pere Riera como autor. Como director hay que felicitarle por regalarle al público que acuda al Nacional la electrizante pareja escénica formada por una impresionante Míriam Iscla –destinada a ser pronto respetada como “la Iscla”– y Emma Vilarasau, en su actuación más centelleante y camaleónica. Duelo soberbio entre dos grandes actrices que parecen retroalimentarse para sacar lo mejor de sí mismas y conducir al espectador por un rally de emociones extremas. La compañía es amplia y potente (Joan Carreras se reserva una sobrecogedora escena final que aún debe adquirir profundidad), pero ellas dos son el núcleo atómico de este clásico recién nacido.

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