Entre los estertores del franquismo y las primeras elecciones municipales, Barcelona fue un Camelot anarco-hedonista. Fiesta libertaria mientras por debajo se conjuraba la domesticación y los hados de la heroína y el sida. Una de las imágenes icónicas de ese momento es Javier Pérez Ocaña desfilando por las Ramblas con pamela y sin bragas ni turistas. Ese personaje inclasificable, avanzado y camp -como una diva del cine mudo- es el centro del recital dramatizado que dirige Marc Rosich. Su dramaturgia aporta una mirada respetuosa y diversa de un artista total: pintor naif, performer, actor, coplera. Todo él una obra de arte sin etiquetas.
El éxito de esta función recae sobre todo en la gran creación de Joan Vázquez. Su máximo logro: que nos encariñemos, sin imitarla, con una personalidad histriónica que en medio de su genuino sentido del espectáculo sólo pedía respeto como pintor. Es muy difícil no desbordar un ser desbordante. Encontrar el tono justo de locura y pluma mientras se repasa el cancionero coplero con la hiperdramatización de Marifé de Triana. Y además Rosich regala un documento: un corto arty dirigido espontáneamente en Berlin en 1979 por Gérard Courant. Ocaña habillada de Estrellita Castro lanzado flores a los soldados rusos.