Comercios y oficios tradicionales de Barcelona

Es una esquina consagrada al calzado desde 1926: todo empezó con un limpiabotas, después llegaron las zapatillas y en 1996 los propietarios traspasaron el negocio a Paco Jiménez, quien había aprendido a reparar calzado en Cáritas y siguió especializándose en alpargatas (en un espacio reducido, él y su mujer acumulan cerca de 200 referencias). Hablan del oficio, de la palabra 'finissage' (acabado, en francés), que les encanta, y de la manera de vender un producto tan asequible y básico: sonríen, casi siempre, también a las abuelas que entran en la tienda solo para descansar cinco minutos.

En 1922 los abuelos de Josep Sendra compraron la tienda de bacalao del Poblenou. Él nació en la Pesca Salada y trabajó en ella siempre; ahora ya está retirado y es su mujer, Lluïsa Simal, quien sigue al pie del cañón de una de las tiendas más antiguas del barrio. Venden conservas de calidad, olivas –al señor Sendra no le gustan– y un bacalao de primera que compran los locales y gente de México, Italia y los países nórdicos. Habían formado parte de la lista de emblemáticos y aunque ya no están, se consideran como tal. Dicen, y damos fe, que son una tienda muy antigua y limpia.

Cuando Vicente Viguera entró a trabajar en la Unión Musical Casa Werner, antiguamente situada en el paseo de Gràcia, empezaban a llegar el estéreo y los microsurco; ha llovido desde los años 60 hasta hoy, pero la tienda especializada en sonido e imagen no ha perdido detalle de la evolución de la alta fidelidad más exclusiva, un producto solo apto para melómanos muy aficionados. A los paseantes les seduce el rótulo de Werner; dentro, el dueño, un vital y brillante vendedor que tampoco piensa en retiradas, invita a sentarse y a dejar seducir el oído mientras pincha The Oscar Peterson Trio.

Es casi un milagro que este bar conserve la misma decoración y esencia en las Tres Torres, donde el metro cuadrado se podría calcular en quilates. Cuatro generaciones de Mestres se han esforzado para que sea así: desde Toni Mestres, el fundador el año 1930, hasta la encantadora señora Rosa Vilanova con su hija, Anna Mestres, y el yerno, Eduard Munné. Sin hacer caso a las transformaciones de su alrededor, siguen poniendo en la cazuela unos pies de cerdo o una escudella que sirven en un menú de mediodía que, atención, vale 9,80 euros (¡¡¡y el medio menú 6,80!!!). El bar que a todos nos encantaría tener al lado de casa... toda la vida.

Joan Baseiria es hijo y nieto de sastre; su padre le desaconsejaba que heredara la profesión, por sacrificada y mal pagada, pero a Baseiria ya le había dado fuerte por la costura. Se formó con un maestro del barrio del Poble-sec, y en Italia perfeccionó su corte. Abrió la tienda de trajes a medida y confección hace 38 años, cuando el padre se jubiló, y aunque pasa de los 70 no quiere ni oír hablar de retirarse porque no sabe hacer nada más que trajes y americanas (para hombre y para mujer). Para que no se pierda su oficio, con los pocos colegas sastres que quedan, han creado la Societat de Mestres Sastres La Confiança.

Joana Siscart conserva una foto de su abuelo en el taller donde hacía los cestos. Y también un recorte del anuario Riera en el que consta que su bisabuela ya tenía en 1896 una esterería en el local de al lado de la tienda actual, donde cuatro generaciones de la familia han vendido capazos, estores, persianas, escobas, garrafas y cuerdas desde principios del siglo XX. Joana continúa ofreciendo un montón de artículos hechos con mimbre y otras fibras naturales, todos elaborados artesanalmente, y ha ampliado la oferta para adaptarse a las necesidades de la vida ‘moderna’ con ahínco casi enciclopédico. Encontraréis carritos de la compra, títeres, perchas, jarrones, cajas, alfombras, lámparas, relojes, muebles...

Espuñes está en la lista de tiendas emblemáticas protegidas y debe su carisma a la marquesina de art déco pintada de verde (y con letras blancas). Era el color preferido del padre de Mari Carmen Espuñes, que empezó a trabajar en el negocio familiar en 1969. Los clientes que le confían instalaciones de gas y agua se preguntan qué harán cuando no estén; de entrada continuarán cinco años más después de renovar el contrato con el propietario del local. Todo esto a ella le emociona; ama el establecimiento de la familia –ya se resistió a cerrarlo durante la crisis– y una forma de comercio que cree en vías de extinción.

Hay establecimientos que no saben de modas ni de hypes, sino que lo que necesitan es tiempo para crear vínculos de confianza entre el cliente y el propietario. Los herbolarios son un ejemplo. Y el Antic Herbolari Llobet podría ser el epítome, ya que hace 160 años que surte de remedios naturales a los vecinos de Gràcia. El actual propietario, Álvaro Palacios, tiene 44 años y hace media vida, literalmente, que está tras el precioso mostrador de la tienda. Asegura que el negocio siempre ha funcionado. Incluso la crisis le ha beneficiado por sus efectos secundarios: insomnio, nervios, dolores de barriga... Ahora la tila va que vuela.

¿Una tienda de 35 años en un reportaje de establecimientos de toda la vida? Pues sí, si es el primer videoclub del Estado. Video Instan empezó en un local de Comerç y tuvo tanto éxito que en un año se quedó pequeño y se mudó al espacio actual, de unos 400 metros cuadrados, que recoge 44.000 referencias, entre films descatalogados y novedades. Ahora, se lamenta Aurora Despares, hija del fundador y encargada desde hace 10 años, las descargas ilegales ponen en peligro no solo la viabilidad del negocio, sino, sobre todo, el archivo videográfico, el más importante del Estado. Despares busca ayuda para no tener que dejar huérfanos a los cinéfilos que acuden buscando películas que ya no se encuentran en ninguna parte. Que alguien la escuche.

Benito Utande tiene 81 años y no le tiembla el pulso con la navaja en la mano. De aspecto impecable, ojos vivos y palabra afilada, hace 49 años que plantó un par de sillas de peluquería en un pequeño local del Poble-sec y de allí no se ha movido. Ni piensa en la jubilación. Su especialidad es el corte a navaja, una técnica que, afirma, ya no queda mucha gente que la practique en Barcelona. Autodidacta, aprendió el oficio cortando el pelo y afeitando a familiares, y después como peluquero en la mili. Desde entonces nunca ha dejado las tijeras. Corta por 8 euros, afeita por 5 y arregla bigotes por 1,20. La charla es impagable.