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Hemos entrado por unas grandes puertas de madera a lo que parece un almacén de dimensiones interminables. No hay mucha luz e intuimos objetos, muebles y otros trastos cubiertos por una capa de polvo. Cuando Cristina Thió enciende la luz, es imposible no quedarse boquiabierto: sillas de todo tipo cuelgan de los techos donde también hay molduras de yeso como las de los pisos del Eixample, muebles antiguos, reproducciones de lápidas, botes de pintura, baldosas hidráulicas… y una carroza suspendida de una viga. “¡Es un carruaje del siglo XVIII, que proviene de Olot!”, explica Thió. “Si os fijáis aún se pueden ver las pinturas”, añade. Y nosotros entornamos los ojos para afinar la vista y descubrir cómo la madera deja entrever un festival de colores apagados por el paso del tiempo. Su local, lleno de objetos antiguos, es solo la consecuencia de treinta años de trabajo en los edificios de nuestra ciudad.

“La gente no se imagina lo que puede haber detrás de una fachada anónima”, nos advierte Cristina Thió. Licenciada en Bellas Artes, hace treinta años que lidera una empresa que se dedica a restaurar el patrimonio arquitectónico catalán. Por el camino, ha visto las casas más bonitas de la ciudad y ha reconocido su belleza: “Molduras, esgrafiados, pinturas, frescos, trabajos de forja y de fundición, cornisas, ménsulas… todo es bonito, aunque sea de una casa que nadie reconoce”. Nos lo dice una experta: hay arte más allá de la Casa Batlló y todo el patrimonio arquitectónico de la ciudad, absolutamente todo, debería ser protegido. ¿Por qué? “Todo lo que se ha construido aquí lo han hecho personas con un oficio y un conocimiento valiosísimo. Y todo lo que hemos construido es susceptible de ser amado”, sentencia.

Partiendo de esta premisa, Thió y su equipo reciben encargos de arquitectos, de particulares, de presidentes de escalera, de Ayuntamientos y otras instituciones que quieren restaurar algún aspecto de un edificio para devolverle su esplendor original. Es un trabajo muy parecido al de desenterrar tesoros: “A veces haces los estudios de un edificio humilde y descubres que bajo la última capa de pintura hay un patrimonio magnífico”, explica la restauradora. Su empresa se llama Chroma Restauració y nació en el año 1991, fruto de la ilusión de tres amigas que salían de la facultad de Bellas Artes con ganas de restaurarlo absolutamente todo. “A ellas les interesaban más las pinturas y el mobiliario, y a mí más la arquitectura, así que al final acabamos separándonos”.
“Ahora todo tiene caducidad, pero antes las cosas se construían para que fueran eternas”

La mayoría de trabajos se hacen in situ, en los propios edificios. Cada caso requiere una técnica concreta que se debe dominar: “Hemos restaurado patrimonio romano, barroco, neoclásico, isabelino, modernista, novecentista… ¡lo he tocado todo!”, ríe la restauradora. Su trabajo consiste en aplicar técnicas antiguas, de más de cuatrocientos años de historia, pero pensadas para sobrevivir todo tipo de circunstancias. “¡Tú vas a una tienda de pinturas y no hay ningún producto que dure un siglo entero! Ahora, todo tiene caducidad, pero antes se construían las cosas para que fueran eternas”. Su misión es recuperar la belleza de los edificios, sí, pero también alargarles la vida como un médico que, además de curarte una enfermedad, te da pautas para que tengas una vida larga y sana, de calidad.

Restaurar, de hecho, tiene algo de quirúrgico. “Cuando cogemos un edificio está tan maltratado… hay que ir con mucho cuidado: ahora, por ejemplo, hemos restaurado un edificio cuyo balcón tenía 15 capas de barniz”. Son trabajos complejos porque, aunque no lo parezca, quitar es mucho más complicado que añadir: “Hay que saber retirar sin que se vaya la capa de pintura original, y no todo el mundo tiene esa técnica”. Por eso, en Chroma Restauración también forman profesionales en técnicas que, durante un tiempo, parecía que desaparecerían para siempre.

Volvemos al taller. Después de haber curioseado por todos los rincones del pasillo, llegamos a una zona iluminada donde los restauradores trabajan en varios proyectos. Alguien está haciendo un panel con trencadís. Al lado, otra persona trabaja con la cabeza de una farola que, al parecer, viene del Tibidabo. Llaman al timbre y dos trabajadoras se emocionan con el paquete que llega: es un espejo enorme, dorado, una cornucopia, que deben dejar como nuevo. Cristina acaba por hacernos una lista de todos los edificios de la ciudad donde ha asomado la cabeza para restaurar algún aspecto: han ido al Born, a los vestíbulos modernistas del Eixample, a las fachadas esgrafiadas cerca de la Via Laietana y, sobre todo, han trabajado en el Casco Antiguo. “Barcelona está llena de arte, pero es que el Casco Antiguo tiene 300 años de historia y tiene muchos metros cuadrados. Aquí trabajaron todo tipo de oficios que aún podemos identificar cuando paseamos por las calles. Solo hace falta saber dónde mirar”, concluye.
