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La historia reciente del teatro catalán contemporáneo tiene personajes memorables, como Clara G. de L'imperatiu categòric, Ivana de Temps salvatge, Àlex de Smiley, Beré de Sé de un lugar o Júlia de Una gossa en un descampat. El Pere de Grand Canyon juega en esa liga, en la de las figuras emblemáticas nacidas de la ficción que han subido a los escenarios. Un hombre en declive, maduro, que parece haber tirado la toalla, que ya no es lo que era, pero que la vida hace reaccionar a tiempo. En La Villarroel, en la piel de Joan Carreras.
Tras el éxito de Amèrica, una hipnótica historia de burgueses catalanes a quienes el pasado esclavista les pasa factura, Sergi Pompermayer ha decidido continuar su aventura americana desde otro ángulo, desde abajo, desde un pueblo catalán de mala muerte donde un hombre, Pere, sueña con pisar el Gran Cañón del Colorado. Es una historia crepuscular, con un aire de Sam Shepard: una prostituta que hace de confidente, un joven facha que se ha drogado demasiado, el dueño de un bar que mira a todos por encima del hombro, la mujer de Pere, Angie, que tira del carro, y su hija, Ruby, que busca vías de escape. Y, claro, Pere.

Grand Canyon nos sitúa en un entorno rural tóxico y dentro de una familia, la de Pere, Angie y Ruby, que vive una situación difícil: él tiene poco trabajo o ninguno, y han recibido una citación judicial porque acusan a Ruby, cantante incipiente, de terrorismo. Ha escrito una canción contra la monarquía. Todo se complica, y los hombres no saben cómo hacer frente a la adversidad. Ninguno.
Alrededor de un gran personaje
¿Cuál es el problema? Pues que todos, en mayor o menor medida, representan un arquetipo, figuras que hemos visto en el cine, no tanto en nuestros teatros, y no van mucho más allá. Pere es un gran personaje, pero los demás no dejan de ser elementos que hacen lo que esperamos que hagan. Él sí que nos sorprende, puede encarnar una evolución, empezar de una manera y caminar hacia otro lugar. Los otros orbitan a su alrededor y, por muy bien que trabajen intérpretes como Mireia Aixalà (Angie), Guillem Balart (JoanJo), Eduard Buch (Miqui) y Maria Morera (Ruby), la obra se queda a medias.
Pere Arquillué dirige la función. Interpretativamente, da en el clavo. Todos van a una, están en su sitio, pero Grand Canyon es una pieza que exige un poco más que un buen trabajo de los actores y actrices. Porque presenta un reto espacial en un teatro con graderías a ambos lados, donde no puedes esconder nada. Y no sé si termina de resolverlo.
Pompermayer se ha acercado al universo de Josep Maria Miró. Es imposible no pensar en El monstre o El cos més bonic. Pero, como decía, está más cerca de la galaxia de Sam Shepard, incluso de los hermanos Coen, algo poco habitual entre nuestros dramaturgos. No en vano, la prostituta lee Meridià de sang, novela de Cormac McCarthy, mientras espera a la clientela. Es una obra de factura brillante, con grandes interpretaciones y un gran protagonista, pero le falta brillo.
La Villarroel. Hasta el 3 de agosto. 25-29 €.
