Para explicar la historia de la plaza Reial tenemos que volver al primer tercio del siglo XIX, cuando todavía no era ni plaza ni real sino el convento de Santa Madrona, de los capuchinos, que se salvó de la quema de conventos del 1835. Más tarde el convento se usó como escuela, la iglesia como teatro y finalmente todo se desmanteló y se levantó la plaza Reial –el nombre hacía honor a Ferran VII–, proyectada por el arquitecto Francesc Daniel Molina Casamajó, que ganó un concurso público convocado por el Ayuntamiento. El proyecto consistió en crear una plaza rectangular porticada, una versión de las plazas mayores españolas, conectada por calles y pasajes, con edificios de fachadas isabelinas, balcones alternados con pilastras y balustradas: tenía que impresionar. En el centro instalaron la fuente de hierro de la prestigiosa casa Durenne de París, con sus Tres Gracias, Aglaia, Eufrosine y Talia, diosas del encanto, la creatividad y la fertilidad. Llenaron la plaza de palmeras y la completaron con las dos farolas de Gaudí coronadas por el casco de Mercurio con dos dragones que se abrazan.
La plaza Reial, como tantos otros espacios públicos de la ciudad –de cualquier ciudad– nunca ha sido lo que el poder quería que fuera. Nunca ha sido un núcleo burgués, o al menos no sólo eso. La plaza Reial ha sido y es un espacio imprevisible. “Un resumen de todo Barcelona”, dice Patrícia Radovic, gerente de la Asociación de Amigos y Comerciantes de la plaza. Un espacio de ilustres barceloneses, de malhechores, de recién llegados, de marineros americanos de la sexta flota, de artistas de calle y, en definitiva, de la gente que vive, trabaja, la visita y la siente suya.
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