El último edificio laico de Antoni Gaudí, la Casa Milà (conocida popularmente como La Pedrera) no tiene ninguna línea recta. Es una hazaña audaz de la arquitectura y la culminación de los intentos experimentales del arquitecto para recrear formas naturales con ladrillos y un mortero (además de cerámica y botellas de cava rotas, lo que se denomina trencadís). Es Patrimonio de la Humanidad y tiene un aire marino por los balcones enredados, las puertas de algas, los techos de espuma de mar y los patios interiores tan azules como la cueva de una sirena.
Cuando se acabó de construir, en 1912, era una obra tan moderna para su tiempo que la mujer que la financió, Roser Segimon, se convirtió en el hazmerreír de la ciudad. Santiago Rusiñol dijo, por la fachada ondulante, que una serpiente sería un animal doméstico más que adecuado para los dueños del edificio. Aún así, La Pedrera se ha convertido en uno de los edificios más queridos de Barcelona y los arquitectos la adoran por su extraordinaria estructura: no hay ninguna pared maestra y los amplios y asimétricos ventanales de la fachada consiguen mucha luz natural.
Hay tres espacios de exposición. La galería de arte del primer piso acoge una buena diversidad de artistas. El espacio de arriba ofrece una mejor apreciación de Gaudí: se puede visitar un piso modernista reconstruido en la cuarta planta, con la suite dormitorio de Gaspar Homar. El ático, enmarcado por arcos parabólicos dignos de una catedral gótica, alberga un museo sobre la carrera de Gaudí. Lo mejor es que se puede pasear por la azotea del edificio entre chimeneas cubiertas de trencadís y cuya parte superior recrea un casco de caballero medieval, de ahí que el poeta Pere Gimferrer la llamara ‘el jardín de los guerreros’.