El bar, más profundo de lo esperado, se divide en distintos espacios. Una barra muy elemental tiene múltiple operatividad: de ella salen copas, se pincha en vinilo y se aprovecha si no hay mucho más sitio. Si el de Barcelona funciona sin reservas, por ahora aquí hay que tirar de turnos para ocupar las mesas bajas de chapa, aunque se irá abriendo la mano poco a poco. La mesa alta de la ventana y una mínima y circular en torno a la columna central sirven todavía para improvisar algo rápido. Este Masa madrileño, que podría estar en París, lo llevan Agustín Gotlib (38) y Lucila Godoy (35), fotógrafos también argentinos amigos de Anto. Interesados por la gastronomía, en poco tiempo han logrado que la gente conecte. "En otros bares de vinos no se termina de generar ese ambiente", cuenta Agustín. "Y más en Madrid que es una ciudad muy efervescente".
El paisaje urbano ya no se entiende sin su skyline de etiquetas de colores. Cero sulfitos -o casi-, catecismo biodinámico, algo de radicalidad. Detrás de tanta botella de nombre extraño interviene el rigor de la tendencia. Lo cierto es que esta efervescencia por el vino más libre y sin demasiado mangoneo aviva el cotarro en bares, tiendas y restaurantes. Muchos son eso a la vez, un poco de todo donde se ofrece sorbos de verdad, fruta sin aditivos, historias con nombres reales, vidas embotelladas y una forma de interactuar con la naturaleza y de estar en el mundo. Proliferan los pequeños locales entregados a la aventura personal y regidos por el convencimiento de la cruzada orgánica. Los hay más especializados y otros envueltos en un pack que aglutina estilo de vida para picar sano y escuchar música en vinilo. Suelen compartir café de los de tueste natural, gustos artesanos y estética reconocible por su desnudez y aparente despreocupación. En todos ellos se bebe vino para disfrutar con actitud.